viernes, 15 de abril de 2011

Terremoto nuclear

Buscó su acostumbrado miedo a la muerte y no lo encontró  “¿Dónde está ella? ¿Qué muerte?”. No había miedo porque tampoco había muerte. En el lugar de la muerte había solamente luz.
                                                                                                                                              Tolstoi
Con esta frase del novelista ruso tomada del texto “La muerte de Iván Illich”,  inicia Tomás Eloy Martínez un capítulo  de su libro Lugar común la muerte (Planeta. Colombia. 1998), dedicado a los sobrevivientes de la bomba atómica en 1945, que hemos vuelto a leer con motivo del estallido de la central nuclear de Fukushima, posterior  al terremoto que sacudió como nunca al archipiélago nipón, dejando miles de muertos y desaparecidos.

El tema de la muerte se atravesó muchas veces en la temática del escritor argentino, hasta que ésta lo alcanzó en el año 2010. La escritura del libro que comentamos le permitió  descubrir que las víctimas de Hiroshima y Nagasaki  “pueden morir indefinidamente y que la muerte es una sucesión y no un fin”.

Premonitoriamente Tolstoi vio que la muerte se convierte en luz y la luz (en este caso del átomo), en muerte. La bomba que lanzaron los aviones norteamericanos sobre cada una de las ciudades  mencionadas, constituyeron un verdadero holocausto para los japoneses  y mostraron al mundo la capacidad de destrucción y de crueldad que dichos artefactos producidos con fines bélicos, son capaces de ocasionar.

Según el filósofo Martín Heidegger la humanidad entraba así en la era de la  Bomba Atómica, sembrando en el corazón del hombre el temor a desaparecer en cualquier día por efecto de la intensa y mortal luz  nuclear. La reflexión de Heidegger lo lleva a  decir que si los griegos vivieron en el asombro, dando nacimiento a la filosofía,  en nuestro tiempo nos correspondió el espanto, la angustia generalizada, consecuencia del predominio de la esencia de la técnica sobre el mundo de la naturaleza.

Después de Hiroshima se producirá en la Unión Soviética el grave accidente de  Chernóbyl en 1986. Cuando escribimos estas líneas  no sabemos aún la magnitud de la catástrofe en el Japón, en su población, ciudades, ríos, bosques y en los países vecinos. La prensa norteamericana ha especulado en estos días sobre la posibilidad de que en algunas centrales nucleares de su país, construidas en terrenos donde existen fallas geológicas, puedan ocurrir  tragedias semejantes. Muchas de ellas no están  solo en manos de los Estados sino también de la empresa privada.

La necesidad de  energía que exige mantener en actividad el inmenso aparato de producción en el mundo actual y de disminuir drásticamente los residuos y los gases contaminantes de los combustibles  fósiles, como el petróleo y el carbón, ha estimulado la instalación por doquier de  plantas nucleares, aunque estas plantas generan sus propios residuos tóxicos.  Más aun cuando estas no están en manos solo de los Estados sino también de la empresa privada.

El autor de Santa Evita, durante su exilio en Venezuela y otros países, escribió varios libros en que  combinaba el periodismo con la literatura, entre ellos, este reportaje sobre los sobre las consecuencias  de la bomba atómica.

El 6 de agosto la señora Koda bajó a la ciudad antes del amanecer. Debía llevar a su hija Makiko de 9 años a la escuela.  Después escuchó el ruido de un avión. El cielo estaba opaco pero el disco solar comenzó a caminar con aliento por el horizonte.  “En ese instante, el fin del mundo llegó verdaderamente”. La niña diría años después: “El sol se hizo pedazos y cayó”. Le quemó los hombros. “La luz creció tanto que salió de su cuerpo. Así que también la  luz murió aquel día”. Hiroshima no había sido bombardeada con anterioridad, salvo una que otra vez, para recordarles a los habitantes que su ciudad había sido olvidada en los planes de la  guerra de la Fuerza Aérea  de los EE.UU.

Sadako creció alegremente hasta  que fue a la escuela y comenzó a preguntarse qué  había sucedido con su madre. Le contestaron que el día de su nacimiento, “El cielo se derrumbó y volvió a levantarse” . Sadako aprendió a leer, a coser y a hacer muñecas de yeso. Parecía fuerte aunque a veces una llamarada de fuego la devoraba. A los 12 años cayó desmayada. Murió a las dos semanas de una leucemia fulminante.  Yukio  Yoshioka se limita a decir: “Solo quiero quejarme de que la bomba mató a mi padre, y a mi me volvió inútil y estéril”.