lunes, 15 de noviembre de 2010

Nuevo triunfo de Lula


“Llegar a Río de Janeiro es llegar a una ciudad coronada de luz. En la cumbre de Pan de Azúcar – la mirada topa embelesada con los edificios radiantes, las casitas de colores, las altas rocas, las bahías azules, los cielos transparentes – recordaba la opinión de amigos brasileños escuchada hace tiempo: Rio de Janeiro “es la cidade mais belo do mundo.  Pero esta visión alucinante  fue posterior. En la noche de nuestra llegada tuvo lugar la mayor manifestación de la ciudad realizada durante la campaña electoral de 1989, en la larga Avenida Getulio Vargas. Fue en honor del candidato presidencial Lula da Silva. Desde el primer momento comprendimos que Río era de Lula”.

Lo anterior lo escribí en diciembre de 1989. El título de mi artículo es “En Brasil ¿un nuevo camino de la izquierda latinoamericana?”. Recogí este texto en mi libro: Protagonistas de nuestro tiempo. Universidad Autónoma de Colombia, página 180. 1995.

Esa vez Lula perdió la elección, ganó Collor de Melo, quien sería destituido por corrupto. Solo en su cuarta postulación triunfó. Hoy, ocho años después de ejercer el mando, con la admiración y el apoyo de más del 80% de la población, entrega a su sucesora, Dilma Rousseff, la candidata del Partido de los trabajadores (P.T.), la presidencia del Brasil, uno de los nuevos países gigantes, cuya opinión comienza a participar en las decisiones del mundo.

“La izquierda latinoamericana parece haber comprendido que no estamos en una época de luchas armadas, sino de desarrollo de lucha de masas, reivindicativas, pacíficas, políticas e ideológicas...”

La victoria de Lula en 1992 no fue un acto de gracia. Había ganado prestigio en la lucha de la resistencia a las dictaduras militares; organizado el P.T., encabezado por el sindicato de los metalúrgicos al cual pertenecía el obrero Lula. Se había aprobado una nueva Constitución, la más democrática de Suramérica. Los partidos tradicionales habían desaparecido de la escena política castigados por su complicidad con las dictaduras; surgido partidos nuevos de la burguesía democrática, como el PSDB, cuyo candidato, José Serra, fue derrotado en las elecciones del 31 de octubre pasado. Y lo decisivo, la izquierda encabezada por el P.T. se convirtió en la más importante fuerza política del país, que recuperó para América del Sur el hilo perdido de la revolución democrática iniciada en Chile por el movimiento de la Unidad Popular.

Desde luego que el programa de Lula no era tan radical como el de Allende, pero tenía algunos rasgos comunes: alianzas de partidos de izquierda, varios de sus principales dirigentes son de orientación marxista,  su principal objetivo era suprimir la abismal pobreza del país. Y desde luego, grandes diferencias. El gobierno Lula continuó con la política económica de su antecesor,  de rasgos neoliberales, de estímulo a la empresa privada, al comercio exterior, a la par que se fortalecían las grandes empresas del Estado, aumento  importante del salario mínimo, asistencia para los más necesitados, etc. Sus resultados fueron excelentes, con el apoyo de  empresarios y técnicos conocedores de los secretos del capitalismo y también de organizaciones cristianas, lograron disminuir en cerca de 30 millones el número de pobres en solo 8 años.

La nueva presidenta, Dilma Rousselff, comparte plenamente las posiciones políticas de Lula y del P.T. Tiene un pasado de luchas, fue encarcelada y  torturada por  la policía del régimen militar neo-fascista, perteneció a un movimiento guerrillero clandestino. A propósito, están de moda los presidentes de origen guerrillero en América Latina: en Nicaragua, El Salvador, en Cuba, en Uruguay, en Venezuela, un ex-golpista y para matizar, un ex-obispo católico, en Paraguay. Es también  el tiempo de las mujeres al  poder. ¡Bienvenidas!

La izquierda latinoamericana parece haber comprendido que no estamos en una época de luchas armadas, sino de desarrollo de lucha de masas, reivindicativas, pacíficas, políticas e ideológicas, de acuerdo con la Constitución, en la búsqueda de reformas estructurales, que debiliten a la derecha y fortalezca los movimientos populares.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Reforma y Modernidad (XV)


La religión cristiana jugó un rol contradictorio en el paso a la modernidad. Por un lado, tendió a frenarla al imponer sus  verdades absolutas, por el otro, gracias a la Reforma Protestante, la impulsó hacia horizontes de libertad intelectual y de conciencia. Hegel no vacila en calificar a la Reforma de revolución del espíritu que conduce al hombre a reconciliarse consigo mismo. (Lecciones de Historia de la filosofía FCE. 1955).

La intensa religiosidad medieval había apartado, en cierta medida, al hombre de la tierra y de los cuerpos y, paradójicamente, de las virtudes humanas y de la moralidad, en lo que estas conciernen a la convivencia humana y a la propia conciencia. La Iglesia comienza a considerar el matrimonio como institución respetable y a restarle importancia al ascetismo y al celibato; la pobreza que permitía vivir de las limosnas ya no es vista como una virtud, sino más bien su contraria, la riqueza. Va ganando importancia el trabajo honrado y la satisfacción de su producido. El voto de obediencia, que resultaba opresivo, comienza a convertirse en su contrario, en conciencia de libertad, pero todavía no como un derecho, sino como un don de Dios. Conformase así una tríada: el comienzo de la libertad intelectual, el matrimonio y la posesión de los bienes materiales, que contribuirá al desarrollo económico y social.

Cada día resulta más claro que la santificación del hombre depende de su conducta y de sus obras, sin recurrir a la mediación del sacerdote, como hasta entonces. La distancia entre el creyente y el aparato jerárquico de la Iglesia se amplía, poniéndose el énfasis en que el espíritu divino  debe morar en el corazón del hombre y no en su exterioridad, lo que lo acerca más a Dios. La idea plena de la libertad surgirá después con el desarrollo del pensamiento pensante y del saber del hombre. Este gana a la vez seguridad en lo que hace y “encuentra alegría en sus obras, considerándolas como algo lícito y legítimo”. Abriéndose a la subjetividad, al reconocimiento de que posee una voluntad que le permite hacer lo uno o lo otro.  Sus fines subjetivos los somete “al foro de la razón”. El arte y la industria dejan de ser algo pecaminoso ajeno a Dios y se torna en una actividad tolerada y luego aceptada como justa y legítima.

“Es de Lutero de quien arranca el movimiento de la libertad del espíritu en su propia medula y revistiendo además la forma de un movimiento que se  mantiene dentro de esa medula” (Hegel, T. III p.192). La Reforma Protestante produce un fuerte enfrentamiento en el interior del cristianismo: entre una corriente rebelde surgida en Alemania, comandada por un cura de base, Martín Lutero y la poderosa  jerarquía vaticana, presidida por el Papa romano.

La tremenda sacudida plantea una nueva relación “entre el hombre y la vida divina existente sobre la tierra, que se manifiesta bajo la forma de la corrupción de la Iglesia y de la temporalización de lo eterno mediante los impulsos sensuales del hombre”. (Hegel). En otras palabras, el filósofo germano observa que esta lucha religiosa fratricida obliga al hombre europeo a buscar  la superación de dos mundos hasta ahora separados, el abstracto de la divinidad y el terrenal, escenario de la vida humana. La nave de la Iglesia Católica choca con el escollo de una realidad que se plantea “bajo una forma tan corrompida que el buen sentido del hombre tenía necesariamente que sublevarse y rebelarse contra ello”. Si bien la Reforma ocasionó la escisión en el seno de la Iglesia cristiana, también el esfuerzo opuesto por cambiar lo corrupto, para mantenerse dentro de sus principios tutelares.  

El planteamiento de Hegel se anticipa al pensamiento filosófico futuro: los acontecimientos, los eventos, en que los humanos son los autores, pueden modificar las concepciones del mundo y la historia universal, incluso en asuntos aparentemente ajenos a sus poderes, como el religioso, por ejemplo.
La Reforma luterana acentuó el elemento subjetivo, no reconoce la autoridad de los Padres de la Iglesia ni la de Aristóteles, tampoco la filosofía y el rigor de la teología, en una palabra, a la Escolástica. El criterio de la verdad es el modo como se proyecta en mi corazón, “es mi corazón quien tiene  que  decirme si lo que tengo por verdad es realmente la verdad”.