martes, 14 de junio de 2011

Venecia, el Tintoretto

La ciudad sobre la laguna y el mar. El Tintoretto, uno de los mayores pintores del Renacimiento italiano, cuyos pinceles todavía actúan en las catedrales y palacios de la ciudad encantada que, como sabemos, imperceptiblemente se hunde. ¿Tendremos algún día que descender a sus aguas profundas para rescatar sus tesoros, como si fuera una nave naufraga?

Estoy leyendo dos ensayos del filósofo francés Jean-Paul Sartre. El primero publicado en la revista Les Temps Modernes, en 1957. El segundo en Verve, en febrero de 1953, que luego formarán un pequeño libro de Gallimard, titulado El secuestrado de Venecia, en 1964. Ahora la editorial española Gadir los entrega como Jean-Paul Sartre. Venecia, Tintoretto, (Madrid. 2007), ilustrado con algunos de los mejores cuadros de Jacopo Tintoretto, a todo color y belleza, con sus grandes contrastes de colores vivos como en “El robo del cuerpo de San Marcos”.

La idea inicial del filósofo fue escribir una obra extensa,  omnicomprensiva, que nunca terminó y finalmente dedicó más bien a Flaubert. Sartre afirma que Venecia no es propiamente una ciudad, sino un archipiélago de pequeñas franjas de tierra que se contemplan entre sí. El buscaba frenéticamente “la Venecia secreta de la otra orilla”, cargada de palacetes principescos que “salen” del agua, pues resulta imposible creer que “flotan”.

La tesis central de la obra es que el Tintoretto no habría existido sin la ciudad que lo engendró. Sartre llega por primera vez a Venecia en 1933 y desde entonces clavó sus ojos en este pintor, que en la verdad de su tiempo, no fue otra cosa que un artesano genial. No era difícil descubrirlo puesto  que sus cuadros y lienzos están en las iglesias, palacios y muros de la ciudad. Comprendió de inmediato la estrecha ligazón de ambos, haciendo del Tintoretto, “una encarnación épica de la modernidad”, según la expresión del prologuista Francisco Calvo Serraller. Para Sartre Jacopo Rubiste fue “un rebelde”, una categoría de hombre y de artista admirable que se enfrenta, sí es necesario, a la sociedad de su tiempo. Nadie mejor que Sartre, papa del existencialismo francés, para realizar este proyecto de sintetizar en esa vida toda una época.

El texto de Sartre no es rico en datos sobre la vida y la obra del pintor veneciano. Antes que una biografía es un análisis del alcance de su obra y de su carismática personalidad. Un tanto “fantasmal”, porque también representa la decadencia de la ciudad a partir del siglo XVIII. El autor hace un extraño símil entre Jacopo y el mar . Relaciona el carácter  inestable del pintor con las mareas, peligros y tempestades y su anclaje definitivo en Venecia y como víctima de la crisis económica que golpeaba por entonces a “esa ciudad  mercantil”.

Jacopo Rubiste (1518 – 1594) fue un hombre conflictivo, desleal y ambicioso. Se enredó en numerosas disputas con sus colegas. Tuvo que competir con los más destacados pinceles del Renacimiento, entre otros, con el Tiziano, Rafael, Miguel Ángel, Veronese, Vocellio. Venecia fue una potencia marítima, comercial y militar que extendió su influencia por todo el Mediterraneo, desde las columnas de Hércules hasta el Bósforo e incluso en las mareas del Mar Negro. Fue una de las primeras ciudades europeas donde surgió el capitalismo, lugar de transición  de la aristocracia a la burguesía. Sartre coloca al Tintoretto en una clase social intermedia, la pequeña burguesía.

Fue propietario de un taller de arte pictórico, donde laboraban  obreros  y aprendices, para satisfacer los numerosos encargos que recibía por parte de la Señoría veneciana, de los ricos mercaderes y de las familias patricias. “Como pequeño burgués, la gran burguesía lo atraía”. Sus admiradores y la posteridad lo llamaron “genio”, una palabra nueva en Europa.

Estos cortos estudios están escritos en una prosa  bella y  profunda, cargada de insinuaciones, de rasgos de la ciudad y sus días, de reflexiones, de pinceladas sobre los grandes artistas y personajes de la época, hasta el punto que resulta a ratos difícil de seguir. Se trata, desde luego, de un homenaje a la ciudad bella y húmeda, considerada la Reina de los Mares, mucho antes que a Inglaterra. Las aguas que separaban y envolvían sus islas despertaron en sus habitantes una vocación  de amor al mar y a emprender  viajes hasta los más lejanos confines de la Tierra.

jueves, 2 de junio de 2011

Conversaciones de Borges y Sábato

Estos dos grandes escritores argentinos ya han muerto. Ernesto Sábato hace pocos días. Hoy quizá se encuentren en alguna parte y hablen como aquel año de 1975. No fue entonces en un café de la Recoleta (en el Victoria, por ejemplo) como yo hubiera preferido que lo hicieran, sino en un apartamento de la calle Maipú, en donde vivía Jorge Luis Borges con su madre enferma. El escritor Orlando Barone tuvo la feliz idea de reunirlos para grabar sus conversaciones en Diálogos Borges-Sábato (Emecé. Buenos Aires. 2007).

Borges ya está ciego, apenas enfatiza sus palabras con movimientos de las manos o de la  cabeza y expresiones en su rostro de complacencia o de ansiedad. El silencio de la sala solo se interrumpe levemente a la hora del café, para Borges; del whisky para Sábato. El trato es cortés y respetuoso, pero se alcanzan a ver las cenizas de antiguos pequeños incendios. Dos excelentes escritores con estilos y pensamientos bien distintos. Excluyeron la política, donde sus diferencias son mayores.

Los temas principales fueron la palabra, el idioma, la literatura, la metafísica o la dialéctica, los sueños o los átomos. Por ejemplo Sábato afirma: “Todo lo grande de nuestro tiempo salió de la filosofía de Hegel”. La religión es un  tópico constante de estos dos ateos. Para mi sorpresa, Borges, el gran poeta, el prosista sin par, resulta más agnóstico que Sábato, físico en París y Massachusetts. Sábato: “Pero dígame Borges, si no cree en Dios, ¿Por qué escribe tantas historias teológicas?”. Borges: “Es que creo en la teología como literatura fantástica, es la perfección del género”. Pero también logran aproximaciones alrededor de la poesía, del recuerdo de relatos de viejas civilizaciones, en la admiración del milagro humano, en ese futuro que terminará inevitablemente con la muerte. A veces, brota espontáneamente la ironía cuando se burlan de algunos colegas de todos los tiempos, de sus pompas y vanidades.

“¿Cuando ustedes escriben qué sienten?” pregunta Barone. Sábato confiesa de inmediato: “Un desgarramiento”, No es para menos en el autor de novelas  El túnel, Sobre héroes y tumbas. Borges tampoco vacila: “Es un alivio, me ayuda a olvidarme de mi mismo o de mi circunstancia”. No sufre buscando el tema. Este se impone. Ve el principio y el fin de la isla del cuento, pero ignora lo que hay entre estos. Poco a poco lo descubre. El fulgor de la poesía aparece, digo, como una joya surgida del misterio. El cuento, según Borges: “Tiene que dar en pocas palabras una idea total y poética, exige un mayor poder de concentración y una total perfección”. Sábato: “En cambio la novela es un continente”. Para los dos escritores existe una misma novela suprema: el Quijote de Cervantes, “tan interesante como la novela La Biblia”. Sábato subraya: “El Quijote es una obra genial, una de las dos o tres más geniales obras que se han producido jamás”.

Incursionan brevemente sobre los estilos de la escritura. Sábato es categórico: “De todas las formas de contar, la más falsa es la naturalista. Porque la realidad es infinita y el naturalismo no puede abarcarla”.

Veo que Usted Sábato, es un especialista en sueños. Todos lo somos. Sin embargo, conozco personas que no han soñado nunca, agrega Borges. Los dos ancianos hablan a menudo de la muerte, incluso del suicidio. Sábato señala que “el suicida aspira con su acto a liquidar el Universo”. Las palabras los unen. Los silencios los separan.