viernes, 23 de enero de 2009

La Prosa del Diluvio

Por: José Arizala


“Yo, Francois Besson, veo la muerte en todas partes. Unas veces de pie y otras acostado, me pongo tieso y miro. Apoyo mi frente sobre el frío cristal y veo detrás de los postigos cerrados una calle larga y curva por donde pasan las gentes. Una sombra violenta ha caído sobre el suelo; sobre ella marchan en silencio hombres y mujeres, se deslizan, se abisman y se pierden. Las luces de los faroles encendidos y los reflejos de los almacenes blancos repercuten a su alrededor; las tinieblas se apartan resistiendo como franjas de pelos. Por todas partes hay manantiales de luces que palpitan.

Están muertos, lo sé, no hay duda de ello; están muertos porque todo lo que me es exterior, está muerto; halos a modo de sudarios envuelven sus siluetas en el paisaje”. Este es un fragmento de la página 24 de la novela El diluvio del último premio Nobel de Literatura (2008), el francés Jean-Marie Le Clézio.

¿Qué opina el lector sobre este fragmento? ¿Sobrecogedor o trivial, triste, trágico, presagio de algo terrible que ha sucedido o que va a suceder? Sin duda no es literatura escrita con miel sino con sangre. Verdaderamente conmueve, quita la tranquilidad, nos hunde en horrores. ¿Tendrá razón el crítico del New York Times cuando anota que esta novela “refleja una inquietud absolutamente insaciable”? Es posible. Pero no es una inquietud filosófica sino existencial.

La prosa de Le Clézio es dura, violenta, escrutadora, nos llena de pesar y de temor. Muchos preferirán un estilo más suave, que nos alegre en lugar de arrastrarnos al abismo. Es la tarea del escritor que no está conforme con este mundo. En ocasiones, como si estuviéramos escuchando un viejo disco de revoluciones, se raya, se detiene, se repite, provocando en nosotros desaliento y cansancio: “la hoja desnuda sobre la cual un dedo avanza ciegamente elástico, un poco más arriba, a la izquierda, a la izquierda, a la derecha, cortando la vida, la vida”. El diluvio fue publicado por Gallimard en 1966.


“... el truco consiste en dar la sensación de que no ha sido premeditado, sino que hace parte de la locura normal que el personaje y todos nosotros padecemos en estos tiempos de vidrios rotos.”


Pocas veces aparece una nota optimista en esa prosa semioscura y difícil, como cuando menciona a un árbol milenario que por la edad oscila entre lo vegetal y lo mineral. La vida todavía está en él. “Hacía siglos que había cesado de agitar sus ramas, hacía siglos que no renovaba sus hojas y que no crecían sus raíces, pero aún existía”. Todo, pues, no está perdido. Tenemos la opción de la insistencia, de la resistencia, de la lucha, para seguir viviendo en medio de la hostilidad y el huracán de la muerte.

En los monólogos repite no sólo palabras y frases sino párrafos enteros que pueden desconcertar al corrector de pruebas más paciente. Pero presumo que el autor busca no ser descubierto, pues el truco consiste en dar la sensación de que no ha sido premeditado, sino que hace parte de la locura normal que el personaje y todos nosotros padecemos en estos tiempos de vidrios rotos.

Las ciudades ya no son bellas. Ya los escritores franceses no describen, como Stendhal, el esplendor de Roma, la ciudad eternamente bella, sino las ciudadelas modernas, asediadas, invivibles, donde el hombre muere con ellas: “Las casas ya no eran nada, y sin embargo, eran todavía; los movimientos, los colores, los deseos todo ello no significaba nada, y sin embargo había siempre movimientos, colores, deseos. Los hombres eran animales de vida, fijos, imbéciles, exangües, pero aún eran alguna cosa” Menciona la ausencia de algo que quizá Stendhal sí encontró en el siglo XIX : “En ninguna parte se encontraba la verdadera soledad, la soledad de su obsesión de absoluto. En ninguna parte se hallaba el silencio”.

Las metáforas originales se suceden a velocidades vertiginosas, se agolpan, se incomodan, se muestran como filos de cuchillos. Ninguna contemplación con el lector; pocas veces brillan en ellas la esperanza. Son metáforas agudas, tristes, que golpean. Tengo que confesar que hacía algunos años que no leía a un escritor tan poderoso, tan fuerte, tan digno de ser leído. Es un profeta del desastre de la sociedad del capitalismo tardío: “Por todas partes se cierne la amenaza de un pasado diluvio, recuerdo que oprime la garganta. Tal vez sea el horror de cadáveres mal enterrados o seca podredumbre de ramas caídas (...) Todo es desmesurado. Me parece que el mundo se ha torcido; tiene una llaga incurable”.

No he leído sus otras obras, pero dudo que Le Clézio pueda escribir mejor de como lo que hace en este libro doloroso y profundo. Aunque nació en Niza, su vida ha transcurrido en buena medida en la periferia del mundo. La isla Mauricio, África, América Latina. Incluso muy cerca de los colombianos, con la tribu de los Cunas, entre el istmo de Panamá y el Darién. Su retina ha ahondado en las diversas civilizaciones, desde las tribus primitivas hasta las grandes avenidas y tugurios del siglo XX. Conoce al hombre natural, limpio y valiente que vive en las selvas, en el desierto o en el mar y al enajenado de los balines de acero y las bombas atómicas de las metrópolis insaciables.

La Autobiografía de Kelsen

Por: José Arizala


Las vidas de los profesores y tratadistas son, por lo general, monótonas y grises. De su estudio-biblioteca a la universidad, para regresar al mismo lugar de donde partieron. Sin embargo hay excepciones. Algunos profesores son más que eso. Comprometidos no sólo con sus alumnos sino con el contenido de lo que enseñan, hasta el punto que vida-teoría forman un todo.

Hans Kelsen dedicó su vida al Derecho, a reflexionar sobre el papel de éste en la sociedad, entendiéndolo como un abrigo en el cual los hombres pueden pensar, actuar y combatir, por la civilidad y la verdad. Todo indicaba que su vida iba a ser tranquila como la de la mayoría de los académicos. Pero dos circunstancias conspiraron para impedirlo: su inocente culpa de ser judío y los tiempos tormentosos que le correspondió vivir.

Kelsen fue al mismo tiempo checo, porque nació en Praga el 11 de octubre de l88l, austríaco porque creció y se formó en Viena y estadounidense donde recibió la nacionalidad. Allí, las principales universidades de ese país le abrieron las puertas, aunque Harvard no lo hizo de par en par. Por la persecución nazi se vio obligado a abandonar sus cátedras en Praga, Viena, Colonia, Ginebra, hasta que embarcó en Lisboa para Nueva York.


... encontró una amplia analogía entre el concepto del Estado y el concepto de Dios, analogía que también observó Hobbes mucho antes que Kelsen, al referirse al Estado como el “Dios mortal”.



En 191l ya consideraba que “el derecho es, conforme a su naturaleza, norma, y en consecuencia toda teoría jurídica tiene que ser teoría de las normas, doctrina de las proposiciones jurídicas y como tal doctrina del derecho objetivo” (2008,52). Ha encontrado la clave de su pensamiento jurídico futuro. Tiene 30 años. Busca “la imprescindible pureza metódica para la ciencia jurídica”, por ello reconoce en Kant el filósofo que la garantiza al subrayar la oposición del deber ser y el ser. Criterio que lo acerca a Hermann Cohen, quien preside la Escuela neo-kantiana de Marburgo. De ésta toma, sobre todo, su teoría del conocimiento. Le inquieta a Kelsen ver cómo las tesis jurídicas se ven perturbadas por las concepciones políticas y religiosas de los autores, de una manera consciente o inconsciente. De aquí surge su “Teoría pura del derecho” (1934).

Su reflexión sobre el derecho y la política lo llevó a reconocer el dualismo y la contradicción que existía entonces en la doctrina predominante, del derecho y el Estado, que fundamenta, a la vez, la oposición entre derecho subjetivo y objetivo y público y privado (2008,57). Kelsen tiene la convicción de que el derecho es uno solo, objetivo, que la sociedad y el Estado se unen para dar origen al derecho: “en lo esencial la idea de la unidad del Estado y del derecho, el derecho presupuesto solo como derecho positivo”. Al Estado dejaba de considerarlo como “ un ente sociológico independiente de todo derecho”. Sus investigaciones fueron literalmente más allá, encontró una amplia analogía entre el concepto del Estado y el concepto de Dios, analogía que también observó Hobbes mucho antes que Kelsen, al referirse al Estado como el “Dios mortal”.

En 1920, tres años después de la revolución Rusa, Kelsen escribió Socialismo y Estado sobre “la teoría política del marxismo”, según afirma. Pero permítanme dos observaciones al respecto: Marx no alcanzó a elaborar una teoría política propia. Su obra es esencialmente filosófica y económica y la segunda, que Kelsen no entendió la teoría de Marx sobre el Estado pues la confunde con la anarquista de Bakunin. Importante su estudio temprano contra el fascismo El problema del parlamentarismo, publicado en 1925. Su defensa de la democracia, desde el punto de vista jurídico, fue constante y persuasiva.

Kelsen descendía de una familia modesta. Su padre fue un “dependiente de comercio” que vendía lámparas eléctricas en Praga. Hans no ejerció su profesión de abogado, de una manera distinta a la cátedra y como consultor. Ejerció cargos muy altos, pero siempre en la sombra como asesor de ministros y presidentes e incluso del Emperador austro-húngaro, antes que éste desapareciera de la escena. No tuvo ni tiempo ni oportunidades para hacer fortuna pues no pudo asentarse en un lugar, hasta que al final de su vida la Universidad de Berkeley lo nombró profesor de tiempo completo e investigador. Por fin pudo comprar una “pequeña casa” frente a la bahía de San Francisco, desde donde contemplaba el océano Pacífico.

Esta autobiografía de Hans Kelsen (1889- 1973) se publica por primera vez en castellano, traducida por el profesor Luis Villar Borda, por sugerencia del Centro de Investigación Hans Kelsen de la Universidad de Erlangen. Con esta edición la serie de Teoría Jurídica y Filosofía del Derecho del Externado llega a su número 50.

jueves, 8 de enero de 2009

La Verdad del Universo

Por: José Arizala

Un día de 1966 me encontré con el escritor Eduardo Mendoza Varela, entonces director del Suplemento Literario de El Tiempo. Le conté que viajaba a la Unión Soviética y que habían aprobado mi solicitud de conocer a Akademikogord (la Ciudad Académica), en Siberia Occidental. Me solicitó que escribiera a mi regreso un artículo sobre esa ciudad para su periódico. Lo titulé La luz más intensa de la tierra y fue publicado con gran despliegue. El presidente Carlos Lleras Restrepo me dijo en una ocasión que la lectura de mi artículo había influido en su decisión de reanudar relaciones diplomáticas con la URSS.

 

El recuerdo de este episodio, uno de los más interesantes de mi vida, ha regresado al leer la noticia de que el experimento más importante de la historia de la ciencia, se ha iniciado a 100 metros de profundidad, entre la frontera de Francia y Suiza. En un túnel de 27 kilómetros de circunferencia, el 10 de septiembre de 2008, haces de electrones a velocidades fantásticas chocan entre sí, buscando liberar la última partícula de la materia, que se esconde en el infinitesimal universo atómico para saber cómo y por qué surgió el cosmos, hacia dónde se dirige y si la mayor conflagración de los siglos pasados y futuros, ocurrirá.

 

Éste, desde luego, no ha sido el primer paso de las grandes potencias para averiguar el  secreto del universo. Con anterioridad muchos científicos de diversos países se propusieron descifrar el enigma de los enigmas: si la materia tiene fuerza suficiente para autocrearse en el espacio o si necesitó para existir el poder creador de Dios.

 

Mi viaje fue en verano, pues para un colombiano, aunque viva a 2.600 metros más cerca de las estrellas, un invierno siberiano podría resultar calamitoso. Salí del aeropuerto Dameodovo de Moscú, para los aviones que vuelan al interior del inmenso país, en un TU-104, el equivalente ruso del DC-3 norteamericano. (Los bombarderos rusos que han aterrizado recientemente en la Venezuela de Hugo Chávez y sobrevolado las agitadas aguas del Caribe, son TU-160).


  Si encontramos la verdad del cosmos seremos, quizá, cada día más libres, dependeremos para el conocimiento solo de nuestro propio esfuerzo intelectual (...)  lo que catapultará la confianza, la esperanza y  el poder del hombre en un mundo sin límites, donde todo lo bueno y lo bello sea posible.

 

La Académica es una ciudad única (que yo sepa) en el mapamundi. No hay talleres, ni fábricas, ni negocios. Solo l7 Institutos científicos y una universidad. Todos sus habitantes (con excepción de los que ejecutan los servicios) están dedicados al estudio y a la experimentación, a elaborar teorías y a avanzar en las fronteras del conocimiento. Cuando se disolvió la Unión Soviética (1991) ya habían 25 Institutos y probablemente han aumentado. Siberia sigue siendo parte de Rusia, país que reclama de nuevo su lugar en el escenario del mundo.

“Los intereses de la ciencia – me dice el académico Andrei Budker, Director del Instituto de Física Nuclear de la Academia de Ciencias de Siberia – exigen que se creen aceleradores (de partículas atómicas) cada vez más poderosos. Propusimos un método completamente nuevo: crear artificialmente átomos  de “anti-materia” para hacerlos chocar con los terrestres. Es decir, lanzar átomos de signo atómico opuesto (...) que avanzan a grandes velocidades en dirección contraria, para que choquen entre sí (...). Unos jóvenes científicos que manipulan este aparato, me mostraron la verdadera entraña de la materia. No podríamos describirla de otra manera: es una luz potentísima entre azul y blanca, la luz más profunda que pueda verse, la más intensa luz de la tierra” (Protagonistas de nuestro tiempo, 1995 p. 61).

 

Quienes concibieron la teoría del big-bang (la gran explosión)  calculan que hace l3.000 o l5.000 millones de años, una pequeña masa no mayor al tamaño de un huevo de gallina, que condensaba toda la energía posible, estalló repentinamente como producto de la tremenda presión a que estaba sometida y en pocos segundos se formó el universo. Esta hipótesis plantea  diversas preguntas que seguramente ya se han formulado los físicos y cosmólogos: ¿Antes de ese huevo super-cargado de energía, qué existía? ¿El espacio se habría reducido tanto que solo rodeaba a este pequeño núcleo de materia? ¿El desplazamiento “al rojo”,  o sea, la expansión continua y acelerada del universo, conduce a su dispersión total y a su muerte térmica?  ¿Llegará el  instante en que se inicie un proceso inverso y otra vez busque la unidad, es decir, su cohesión total? ¿En qué medida el ser humano, concreto, Usted o yo, de hoy o de mañana, se beneficiará con este gasto de más de 5.000 millones de dólares que ha pagado por dichas instalaciones la Organización Europea para la Investigación Nuclear?

 

                Si encontramos la verdad del cosmos seremos, quizá, cada día más libres, dependeremos para el conocimiento solo de nuestro propio esfuerzo intelectual, sin ninguna tutela externa, distinta a la sobrecogedora presencia del  mismo universo, eterno y tal vez infinito, lo que catapultará la confianza, la esperanza y  el poder del hombre en un mundo sin límites, donde todo lo bueno y lo bello sea posible.


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El último paso de Sócrates

Por: José Arizala

    En el comienzo del camino hacia el descubrimiento de la conciencia está Sócrates. Pero la larga vida reflexiva del filósofo terminará trágicamente. Un tribunal del pueblo que se reúne en la plaza pública, bajo los rayos paternales del sol, lo condenará a muerte. Y se cumplirá la sentencia de una manera inexorable, como si fuera una venganza de los celosos dioses de Atenas.

 

 Pero la culpa mayor de este trágico desenlace de una vida digna y proba no fue del jurado compuesto por 500 ciudadanos, escogidos de todos los barrios de la ciudad. Hasta el hombre más sabio y sereno puede llegar a ser  un hombre contradictorio. Durante el juicio Sócrates vacila, como en pocas ocasiones, con respecto a sus principios y se deja ganar por un sentido de superioridad sobre la mayoría de sus compatriotas que convierten la sentencia popular en inapelable.

 

   El gran filósofo que quiere y respeta las leyes, en el postrer momento de su vida, se revela contra ellas, se niega a aceptar el veredicto del pueblo, de un pueblo libre como el  ateniense, y cree más en la verdad de su conciencia, que en la equívoca versión  de sus jueces. Una prueba más de su culpabilidad. Una vez pronunciada la sentencia de morir al beber la pócima venenosa, el procedimiento penal ateniense le da al condenado la posibilidad de atenuar la pena y pregunta a éste cuál considera que sería la justa, por ejemplo, la multa o el destierro. Sócrates responde que ninguna. Por el contrario, que  merece los honores y el reconocimiento de la ciudad por despertarla del sopor de la mediocridad y de la indefinición.

 

  Sócrates ha descubierto que dentro de sí existe un genio o un demonio (daimon) que discierne a la par con él. Ese ser misterioso que lo posee es su verdadero juez y aunque en repetidas veces ha rendido ofrendas a los altares, en esta ocasión antepondrá su  propio veredicto al de los dioses atenienses que manifiestan su voluntad a través de la ley.

  

Sócrates al no reconocer su culpa se enfrenta  al pueblo ateniense que cree en sus dioses. El hombre  más sabio de su tiempo, que le dio vida al consejo que brilla en el templo de Apolo en Delfos: “Conócete a ti mismo”, no quiere humillarse ante el poder del pueblo, el poder más noble de todos.

 

    El elocuente discurso de Melito lo acusa precisamente de desconocer a los dioses, de ateísmo, diríamos hoy o de querer imponer nuevos dioses. Melito recuerda que los dioses que rigen la vida del Estado están señalados por éste y todos sus súbditos le deben respeto y obediencia. Entonces, cuando Sócrates, ese artesano, que en las esquinas de la ciudad subvierte a sus interlocutores con preguntas certeras sobre sus pensamientos y conductas y les revela el “daimon”, esa conciencia de sí, que nos dice en silencio lo que es bueno o malo, lo que debemos hacer o no hacer, está creando un  nuevo dios y por consiguiente un falso dios. El orador lo denuncia como un pensamiento peligroso que desconoce la legalidad de la ciudad, que conduce a los atenienses a la negación de la moralidad, de la tradición, de lo más entrañable y unificador, la religión oficial. ¿Qué sería de sus templos, de sus instituciones, de Atenas, si cada hombre puede escoger su pensar y su hacer, si los hijos no se someten a la autoridad de los padres y si estos no atienden a sus hijos? Los dioses nos han dado la manera de conocer su voluntad para vencer la inseguridad del futuro, la duda o el desconcierto. Para ello están los oráculos, la voz entrecortada  de las pitonisas o la visión de los adivinos, también las indicaciones del vuelo de las aves o  de las entrañas de los animales, el sacrificio de los bueyes en los altares divinos.

 

  Cada hombre tiene su propio oráculo: su conciencia moral, es el mensaje inmortal de Sócrates. Es su legado ante el cual rendimos admiración. “El eje de toda la conversión histórico-universal que forma el principio de Sócrates consiste en haber sustituido el oráculo por el testimonio del espíritu del individuo y en hacer que el sujeto tome sobre sus hombros la decisión” (Hegel).

 

   Sócrates al no reconocer su culpa se enfrenta  al pueblo ateniense que cree en sus dioses. El hombre  más sabio de su tiempo, que le dio vida al consejo que brilla en el templo de Apolo en Delfos: “Conócete a ti mismo”, no quiere humillarse ante el poder del pueblo, el poder más noble de todos. Contradecir la religión oficial es contradecir al Estado Absoluto, “el echar por tierra esa religión pública que era entonces la base de todo y sin el que el Estado no podía existir”, es el delito de impiedad que castiga el pueblo ateniense con su veredicto. Sócrates expone al Estado, a la sociedad ateniense “ a los peligros de la arbitrariedad sujetiva”, Introducía una nueva divinidad  que erige como principio la propia conciencia y que incitaba a la desobediencia y quizá, a la rebelión, lo que, entonces, constituía necesariamente un crimen, según Hegel.

 

  Existía la sociedad, existía el Estado, pero no la “sociedad civil”, que sería cosa de los tiempos modernos. Y fue el griego quien sembró la semilla de ésta.


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lunes, 5 de enero de 2009

Para leer en Navidad


Por José Arizala

          Después del mito del nacimiento del hombre relatado en el Génesis – aquel muñequito de barro que cobra vida al soplo divino- quizá el más famoso del mismo libro sagrado sea el de la Torre de Babel. Contiene elementos interesantes. Recordemos: los habitantes de la llanura de Sinar (no lejos del Eufrates) comenzaron a edificar la ciudad de Babel. Y decidieron construir una torre “cuya cúspide llegue al cielo”. Por razones que no explica la Biblia, Dios resuelve impedir la realización del proyecto humano, pero no utiliza su enorme poder destructor como en el caso de Sodoma y Gomorra, sino que prefiere métodos pacíficos, como el de confundir a los hombres, hasta el punto que ni ellos mismos se den cuenta de los designios divinos.

 

            “Tenían entonces toda la tierra un solo lenguaje y unas solas palabras” . Y Dios se propuso:”Confundamos allí su lengua para que ninguno entienda el habla de su compañero. Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra y dejaron de edificar la ciudad”. Más tarde esos pueblos, los caldeos, sumerios y asirios construyeron ciudades fabulosas como Nínive y Babilonia, hoy en tierra de Irak, cuna de la civilización. ¿ Qué hubiera ocurrido si  conserváramos  una sola lengua? Los pueblos aunque diferentes, porque hemos vivido en la selva o en el desierto, cerca de los volcanes o del mar ¿estaríamos unidos, conformaríamos la humanidad ?


 "Pasaron siglos y siglos, dolorosos y sangrientos, para que los hombres comprendieran que deberían regresar a la palabra común, al pensamiento amistoso y fraterno. Pero que ello no se lograría construyendo una torre por encima de las casas urbanas, sino sembrando un árbol. "

 

            Hablar un solo idioma habría ciertamente unido a los hombres y hecho extraordinariamente poderosos, pues acumularían la experiencia y la sabiduría de todas las generaciones, enriqueciendo a la especie humana y a cada uno de sus miembros: Formarían parte de un solo cuerpo  que se extendería por toda la tierra, como la piel de una criatura cuyos millones de poros observarían todas las señales del universo, permitido escuchar las voces y mandamientos con que se comenzaron a hilar los relatos de la historia.

 

             Pero lo más interesante del mito de Babel no es el intento de construir esa escalera al cielo, acomodando piedras y ladrillos más allá de las nubes y de las tempestades, dirigida por arquitectos geniales; leyenda con que los antiquísimos rabinos quisieron censurar la desbocada ambición humana, sino el fracaso de la descomunal empresa y las funestas consecuencias que se derivaron  de la confusión de las lenguas.

 

             La dispersión de las lenguas conjuntamente con la de los hombres, constituyó una verdadera catástrofe que ocasionó a la familia humana padecimientos enormes. La más dramática de todas: los hombres dejaron de entenderse los unos a los otros. La sociedad se fracturó en mil pedazos, pero también se quebró el interior de cada uno de sus integrantes, apareciendo los polos humanos. Unos miraron hacia el Norte, otros al Sur, cada uno reivindicaba una dirección distinta de los puntos cardinales. Así se inició la gran diáspora humana. Dejaron de sentir como propios su hogar, su río y su montaña, ascendieron a otros picos, verdes, grises, helados o dorados por el sol. Anhelaban ir más allá de la vista. La tierra que era virgen e incontaminada comenzó a sentir la planta humana, más cruel y violenta que la de otros animales.

 

            La falta de comunicación entre ellos creó la desconfianza, el recelo y la traición. La amistad, la solidaridad se rompió ante la amenaza del otro. No faltó el primero que gritó ¡Patria!, el que dibujó un círculo sobre la tierra común y reclamó su propiedad sobre ella., al igual que sobre el agua cercana y hasta de un trozo de cielo azul. La palabra que unió ahora dividía. Hubo una mezcla de palabras: tranquilas, frías, sabias, voluptuosas, hirientes. La palabra se trocó en moneda del pensamiento, franca o falsa, legal o mentirosa, que enriquece o empobrece la vida o la conciencia.

 

             Pasaron siglos y siglos, dolorosos y sangrientos, para que los hombres comprendieran que deberían regresar a la palabra común, al pensamiento amistoso y fraterno. Pero que ello no se lograría construyendo una torre por encima de las casas urbanas, sino sembrando un árbol. Comprendieron que sus aliados de toda la vida no han sido las losas de piedra sino las plantas, seres vivos que surgen impetuosas de la tierra y se dirigen naturalmente hacia el sol. Un árbol que nos ofrezca sombra a todos, con flores y frutos. Convertir la palabra Torre en la palabra Árbol, con profundas raíces en la tierra.


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Confesiones de Un (Escritor) Burgués

Por: José Arizala*
La autobiografía de Sándor Márai

    El título del libro de Sándor Márai es Confesiones de un burgués (Salamandra, 473 pág. 3ª edición. 2004). Márai es un escritor, pero en esta ocasión el énfasis de lo que escribe lo coloca, no en la literatura, sino en su condición humana, en su carácter, en los sinsabores de su vida de burgués centro-europeo entre los años 1900-1928.

 

    Antes de reflexionar sobre lo que escribe, por qué escribe, el autor se pregunta: ¿cómo vivo? ¿en qué creo? ¿pertenezco a una clase social o soy un ser único? ¿represento los valores de una clase y de mi pueblo o soy uno más entre los hombres, cuya emoción y pensamiento cambia como el viento de las llanuras? La expresión "confesiones" corresponde a la verdad. Cuenta muchas cosas de sí mismo que otros quisieran callar o esconder, entre otras, su inextinguible placer masturbatorio en la adolescencia. Hoy no alarman pero en los años 30 cuando fueron publicadas  debieron conmocionar a sus compatriotas y al público europeo. Inevitablemente trae el recuerdo de Las confesiones de Jean-Jacques Rousseau.

 

    Sándor Márai es el autor de un best-seller tardío.  La novela fue publicada en 1942, durante la segunda guerra mundial, pero es ahora cuando está de moda. 26 ediciones lleva en la traducción castellana.  Hablamos de El último encuentro. Un diálogo sobre la amistad traicionada entre dos ancianos en medio de un bosque apacible. Otras de sus novelas son La herencia de Eszter, Divorcio en Buda, La amante de Bolzano, La mujer justa.

 

    La autobiografía de Márai, cuyo verdadero apellido es Groschen-Schmied, "acuñador de monedas", se detiene, como dijimos arriba, a finales de la segunda década del siglo XX. Describe el despertar del siglo más conflictivo de la historia; sin embargo, pocas veces una centuria había comenzado con tan buenos augurios, hasta el punto que fue conocida como “la bella época”. ¿Resulta válido llamar autobiografía al relato vital de una persona que va a vivir 89 años y que la escribe antes de los 30? No, porque le faltan los años más largos de esa vida; sí, porque todo lo que el autor ha sido y va a ser ya se definieron en esos años.

2

    Márai es un hijo de la Europa Central, una de las regiones culturales más ricas del mundo, del imperio Austro-húngaro, donde existen ciudades bellísimas (Praga, Viena, Budapest), cuna de escritores y músicos, artistas y filósofos de fama mundial, paisajes inolvidables, ríos legendarios como el Danubio. Su infancia transcurre en la pequeña ciudad de Kassa, hoy Kosice, en Eslovaquia. ("La construcción tenía un aire propio de la época, la gloriosa época del capitalismo rampante, ambicioso, constructor y emprendedor" pág. 16). Él se considera de origen burgués porque su padre era un próspero abogado de provincia y sus tíos  pequeños terratenientes e intelectuales de valía. Después de cursar la secundaria viaja a Pest donde ingresará a la universidad. Estudiará periodismo porque desde temprano sentirá el deseo de escribir y publicar. Terminará sus estudios en Alemania.  Berlín le mostrará una ciudad cosmopolita para el exterior y provinciana en privado.  De todas maneras es su encuentro con el mundo, con la cultura europea.

 

    Antes de los 25 años ya escribe en el Frankfurter Zeitung, uno de los principales diarios del país. Gana el dinero suficiente para sostener una vida cómoda que le permite beber a discreción y pagar mujeres hermosas. Los viajes corren por cuenta del periódico. No obstante, los traumas de la infancia se hacen sentir, hasta el punto de descubrir su soledad radical ( "Yo, a la edad de 6 años me quedé completamente solo"), como núcleo del desajuste emocional que lo convertirá durante una época en un alcohólico y siempre en un desadaptado social, impidiéndole mantener relaciones humanas profundas por el resto de su vida.

 

    Antes de salir de su ciudad natal contempla una escena que verá repetirse a lo largo del siglo XX: "Se me antojó que la gente no se entendía bien, que había ira acumulada y mal disimulada, que todo lo que yo había visto en aquella plaza desde las ventanas de nuestra preciosa casa había sido una quimera y que aquella tarde era la primera vez que veía 'algo auténtico y verdadero' del mundo". Vio como los soldados derramaban la sangre de una multitud de campesinos que reclamaba sus derechos y mejores salarios.

3

    A Márai le llamó la atención la actitud de la burguesía a finales del siglo XIX con los pobres. Hablaban de ellos como si  constituyeran un mundo aparte, "una tribu extraña e indefensa a quien había que alimentar". Nadie reflexionaba sobre el problema de los pobres. Había que dirigirse a ellos con amabilidad pero como si estuvieran enfermos o locos. En su mundo no existían todavía los lemas (consignas diríamos hoy) que separarán con odio a los "pobres" de los "ricos". Ese mundo de burgueses liberales no creía que la pobreza fuera un problema grave, pues pensaban que  podía resolverse sólo con la caridad.  "Nadie me lo dijo expresamente, pero yo sentía en secreto que eran mis enemigos".  El populacho le parecía "algo sucio, pura basura". Qué sabíamos los hijos de las familias burguesas de “la vida", se pregunta.

 

    Las mujeres no aparecen en su vida como seres esenciales, sino como sombras que pasan. A la joven con que convive por más tiempo, si bien le asigna rasgos propios que le dan cierta consistencia, permanece a ras de tierra.  Muestra alguna ternura con la muchacha que le dice por primera vez que lo ama y le da el primer beso. Incluso su madre, a la cual atribuye cierta cultura, sensibilidad y cualidades de maestra, palidece ante la figura del padre, quien reina en el hogar desde un trono majestuoso e influye mucho más en él.

 

La Hungría de entonces era un país católico. Colegios confesionales, rezos al comienzo y al final del día. Modelados los jóvenes por los sacerdotes, sin que falte la tentación del maestro por el alumno. Pero el matrimonio de sus padres es un infierno. No forman una verdadera pareja sino bandos enfrentados, "nunca llegan a saber que el odio oculto que condiciona su convivencia es una señal no sólo del fracaso de su vida sexual, sino también, en estado puro, de un odio primitivo entre distintas clases sociales".

 

    A los 14 años Márai ya se porta como un rebelde. Comprende que no pertenece a nadie, ni a hombre ni a mujer, ni a familiar ni a amigo, cuyas compañías no puede resistir por largo tiempo. "Soy un burgués - escribe - tanto por mis ideas como por mi manera de vivir y mi actitud interior, pero no me siento bien en compañía de burgueses". "¿Por qué no encuentra el hombre su lugar en la tierra?"

4  

A veces se refiere a la tarea del escritor: una persona feliz nunca desarrollará un trabajo creativo: "A los escritores el trabajo - con independencia de la calidad de las obras - nos obliga a mantener ardiendo nuestro corazón, nuestros nervios y nuestra mente".

 

    Márai será un escritor y un periodista brillante. Pero, según su dramático testimonio, nunca encontrará la paz interior, la serenidad.  Se convertirá en un antifascista que, después, abandonará a Hungría como protesta por el predominio soviético en su patria. Se radicará finalmente en los E.E.U.U donde le concederán la nacionalidad. Se suicida en 1989.  Su autobiografía de 1928 termina con estas palabras premonitorias: "Cierto que he visto y oído a Europa, que he vivido su cultura… ¿Acaso se puede pedir más de la vida?. Ha llegado ya el momento de poner punto final; ahora, como último mensajero de una batalla perdida, sólo deseo recordar y callar".


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* Profesor Universitario. Columnista.

El Último Encuentro... Verdadero

Por: José Arizala

Compré el libro El último encuentro de Sándor Márai del que desconocía casi todo. Ni siquiera quien era su autor. Pero algo me decía que podía ser un buen libro, una buena novela. Tal vez la tira que lo envolvía me ayudó a decidirme: “23 ediciones”, un best-seller. Lo que he logrado averiguar sobre su autor es lo siguiente: Sándor Márai, es un seudónimo, su verdadero nombre es Sándor Grosschmid. Nació en 1900. En Kassa, actualmente Košice, un poblado que pertenecía entonces al imperio austro-húngaro y hoy a Eslovaquia. Se nacionalizó en los Estados Unidos de América en 1952, después de abandonar Hungría en l948, como protesta por la presencia soviética en su país. Escribió poesía, teatro, novela y una autobiografía, Confesiones de un burgués.

 

Al adquirir el libro me pregunté ¿cuál es “el último encuentro”?. El tema de la novela es la amistad, expuesta como un sentimiento profundo, a la altura del amor, sin que lo erótico participe en él, por lo menos conscientemente. Se trata del  re-encuentro de dos amigos.

 

Esta novela vio la luz en 1942. Dicen los actuales editores españoles (2004) que tuvo un éxito inmediato, pero que el autor cayó en el olvido porque el gobierno húngaro no permitió la publicación de sus obras, luego de que saliera de su país. Lo que explicaría el olvido en Hungría, pero no en Europa Occidental. Parece, pre-juzgo, que su obra literaria es desigual.

 

El personaje central de la novela es un General del ejército imperial. Posee una mansión en medio del bosque, todavía poblado de animales de caza, situada en la cordillera de mediana altura de los Cárpatos, que atraviesa parte de Europa Central. El palacete simboliza la sólida aristocracia a la cual el oficial pertenece. Él se siente orgulloso de que en su casa, una noche, su madre haya bailado con el Emperador. Recibe una carta de su amigo Konrád que le anuncia su visita. Este ha sido su camarada de juventud y luego de gran parte de su vida adulta. La mansión en que vive el General con  Krisztina, su bella esposa, ha sido prácticamente el hogar de los tres. Han compartido largas cenas, los bailes, la caza del zorro. Hace 41 años que los dos amigos no se ven.


¿Acaso la decadencia de la vejez no hace superfluo cualquier reclamo o la aclaración de algo que sólo en apariencia se ve oscuro? Los miembros se debilitan, los espíritus se fatigan. “Un día te despiertas y te frotas los ojos, y ya no sabes para qué te has despertado”. Sí, todo el cuerpo envejece, menos la vanidad. 


 

Sus vidas han sido muy distintas. Konrád es de origen modesto, adelantó su carrera militar con graves dificultades económicas, que lo hacían depender, en cierta forma, de la fortuna del aristócrata. Mientras que, por su talento, su afición a las buenas lecturas, a la música, muestra su superioridad intelectual sobre su adinerado amigo.

 

            Un día Konrád pide la baja de su regimiento y repentinamente desaparece. Años después el General se entera de que Konrád vive en Londres como empleado de una empresa comercial que lo ha destinado a Malasia. Allí transcurren muchos años de la vida de éste. Gana dinero pero está obligado a vivir en el trópico y a sufrir las incomodidades que conlleva para un habitante centroeuropeo.

 

El General se prepara para recibir gentilmente a su entrañable amigo. La mesa será para dos, pues Krisztina hace años ha muerto. El diálogo entre los antiguos compañeros, llenos de gratos recuerdos comunes, constituye la novela. Una larga conversación, sutil, irónica, poblada de silencios y de reproches velados. El General ha esperado este encuentro, que sin duda será el último. Aunque tiene 75 años, al igual que su colega, no ha querido morirse, no ha podido morir, antes de escuchar las respuestas de Konrád a las preguntas que él ha guardado en su pecho durante 41 años.

       

¿Por qué huyó? ¿Por qué vaciló en el último segundo en disparar su rifle durante la cacería? ¿Por qué, mientras el General averiguaba por la suerte de su amigo y llegaba a la casa de éste por primera vez, entró inesperadamente Krisztina? ¿Esas inquietudes, después de tantos años, tienen alguna utilidad? ¿Acaso la decadencia de la vejez no hace superfluo cualquier reclamo o la aclaración de algo que sólo en apariencia se ve oscuro? Los miembros se debilitan, los espíritus se fatigan. “Un día te despiertas y te frotas los ojos, y ya no sabes para qué te has despertado”. Sí, todo el cuerpo envejece, menos la vanidad.

 

Konrád no niega pero tampoco afirma. En ocasiones asiente. Si el General ya no odia, sino que tiene lástima por el desleal, Konrád no se arrepiente. Los dos están pensando en  Krisztina, en su hermosura, en el lecho de amor que ambos disfrutaron en lugares y horas diferentes que, sin saberlo, los unía cada vez más.

 

Discretamente la novela alude a ciertos acontecimientos de la época. Konrád relata el siguiente: Era el año de 1917. Obreros chinos y malayos trabajaban entre las ciénagas y la selva. El mundo estaba en guerra. No había teléfono, ni radio, ni periódicos. Sin noticias del mundo desde hacía semanas. No obstante los obreros interrumpieron el trabajo sin ninguna razón. Cuatro mil de ellos depositaron sus herramientas sobre el suelo y dijeron que ya estaba bien. Empezaron a hacer toda clase de reclamos, entre ellos, derechos sindicales, aumento de salarios, etc. Konrád viaja a Singapur y allí se entera de que había estallado la revolución en Rusia. “Un hombre llamado Lenin había regresado a su país, en un vagón blindado, llevando las ideas bolcheviques en su equipaje”.

 

En 1989, meses antes de que el mundo cambiara de nuevo, Sándor Márai, cansado de vivir, decide efectuar su último y verdadero encuentro: su cita con la muerte. Cuando terminé el libro descubrí que acababa de leerlo por segunda vez.

 

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