“Yo, Francois Besson, veo la muerte en todas partes. Unas veces de pie y otras acostado, me pongo tieso y miro. Apoyo mi frente sobre el frío cristal y veo detrás de los postigos cerrados una calle larga y curva por donde pasan las gentes. Una sombra violenta ha caído sobre el suelo; sobre ella marchan en silencio hombres y mujeres, se deslizan, se abisman y se pierden. Las luces de los faroles encendidos y los reflejos de los almacenes blancos repercuten a su alrededor; las tinieblas se apartan resistiendo como franjas de pelos. Por todas partes hay manantiales de luces que palpitan.
Están muertos, lo sé, no hay duda de ello; están muertos porque todo lo que me es exterior, está muerto; halos a modo de sudarios envuelven sus siluetas en el paisaje”. Este es un fragmento de la página 24 de la novela El diluvio del último premio Nobel de Literatura (2008), el francés Jean-Marie Le Clézio.
¿Qué opina el lector sobre este fragmento? ¿Sobrecogedor o trivial, triste, trágico, presagio de algo terrible que ha sucedido o que va a suceder? Sin duda no es literatura escrita con miel sino con sangre. Verdaderamente conmueve, quita la tranquilidad, nos hunde en horrores. ¿Tendrá razón el crítico del New York Times cuando anota que esta novela “refleja una inquietud absolutamente insaciable”? Es posible. Pero no es una inquietud filosófica sino existencial.
La prosa de Le Clézio es dura, violenta, escrutadora, nos llena de pesar y de temor. Muchos preferirán un estilo más suave, que nos alegre en lugar de arrastrarnos al abismo. Es la tarea del escritor que no está conforme con este mundo. En ocasiones, como si estuviéramos escuchando un viejo disco de revoluciones, se raya, se detiene, se repite, provocando en nosotros desaliento y cansancio: “la hoja desnuda sobre la cual un dedo avanza ciegamente elástico, un poco más arriba, a la izquierda, a la izquierda, a la derecha, cortando la vida, la vida”. El diluvio fue publicado por Gallimard en 1966.
“... el truco consiste en dar la sensación de que no ha sido premeditado, sino que hace parte de la locura normal que el personaje y todos nosotros padecemos en estos tiempos de vidrios rotos.”
Pocas veces aparece una nota optimista en esa prosa semioscura y difícil, como cuando menciona a un árbol milenario que por la edad oscila entre lo vegetal y lo mineral. La vida todavía está en él. “Hacía siglos que había cesado de agitar sus ramas, hacía siglos que no renovaba sus hojas y que no crecían sus raíces, pero aún existía”. Todo, pues, no está perdido. Tenemos la opción de la insistencia, de la resistencia, de la lucha, para seguir viviendo en medio de la hostilidad y el huracán de la muerte.
En los monólogos repite no sólo palabras y frases sino párrafos enteros que pueden desconcertar al corrector de pruebas más paciente. Pero presumo que el autor busca no ser descubierto, pues el truco consiste en dar la sensación de que no ha sido premeditado, sino que hace parte de la locura normal que el personaje y todos nosotros padecemos en estos tiempos de vidrios rotos.
Las ciudades ya no son bellas. Ya los escritores franceses no describen, como Stendhal, el esplendor de Roma, la ciudad eternamente bella, sino las ciudadelas modernas, asediadas, invivibles, donde el hombre muere con ellas: “Las casas ya no eran nada, y sin embargo, eran todavía; los movimientos, los colores, los deseos todo ello no significaba nada, y sin embargo había siempre movimientos, colores, deseos. Los hombres eran animales de vida, fijos, imbéciles, exangües, pero aún eran alguna cosa” Menciona la ausencia de algo que quizá Stendhal sí encontró en el siglo XIX : “En ninguna parte se encontraba la verdadera soledad, la soledad de su obsesión de absoluto. En ninguna parte se hallaba el silencio”.
Las metáforas originales se suceden a velocidades vertiginosas, se agolpan, se incomodan, se muestran como filos de cuchillos. Ninguna contemplación con el lector; pocas veces brillan en ellas la esperanza. Son metáforas agudas, tristes, que golpean. Tengo que confesar que hacía algunos años que no leía a un escritor tan poderoso, tan fuerte, tan digno de ser leído. Es un profeta del desastre de la sociedad del capitalismo tardío: “Por todas partes se cierne la amenaza de un pasado diluvio, recuerdo que oprime la garganta. Tal vez sea el horror de cadáveres mal enterrados o seca podredumbre de ramas caídas (...) Todo es desmesurado. Me parece que el mundo se ha torcido; tiene una llaga incurable”.
No he leído sus otras obras, pero dudo que Le Clézio pueda escribir mejor de como lo que hace en este libro doloroso y profundo. Aunque nació en Niza, su vida ha transcurrido en buena medida en la periferia del mundo. La isla Mauricio, África, América Latina. Incluso muy cerca de los colombianos, con la tribu de los Cunas, entre el istmo de Panamá y el Darién. Su retina ha ahondado en las diversas civilizaciones, desde las tribus primitivas hasta las grandes avenidas y tugurios del siglo XX. Conoce al hombre natural, limpio y valiente que vive en las selvas, en el desierto o en el mar y al enajenado de los balines de acero y las bombas atómicas de las metrópolis insaciables.
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