Por: José Arizala
En el comienzo del camino hacia el descubrimiento de la conciencia está Sócrates. Pero la larga vida reflexiva del filósofo terminará trágicamente. Un tribunal del pueblo que se reúne en la plaza pública, bajo los rayos paternales del sol, lo condenará a muerte. Y se cumplirá la sentencia de una manera inexorable, como si fuera una venganza de los celosos dioses de Atenas.
Pero la culpa mayor de este trágico desenlace de una vida digna y proba no fue del jurado compuesto por 500 ciudadanos, escogidos de todos los barrios de la ciudad. Hasta el hombre más sabio y sereno puede llegar a ser un hombre contradictorio. Durante el juicio Sócrates vacila, como en pocas ocasiones, con respecto a sus principios y se deja ganar por un sentido de superioridad sobre la mayoría de sus compatriotas que convierten la sentencia popular en inapelable.
El gran filósofo que quiere y respeta las leyes, en el postrer momento de su vida, se revela contra ellas, se niega a aceptar el veredicto del pueblo, de un pueblo libre como el ateniense, y cree más en la verdad de su conciencia, que en la equívoca versión de sus jueces. Una prueba más de su culpabilidad. Una vez pronunciada la sentencia de morir al beber la pócima venenosa, el procedimiento penal ateniense le da al condenado la posibilidad de atenuar la pena y pregunta a éste cuál considera que sería la justa, por ejemplo, la multa o el destierro. Sócrates responde que ninguna. Por el contrario, que merece los honores y el reconocimiento de la ciudad por despertarla del sopor de la mediocridad y de la indefinición.
Sócrates ha descubierto que dentro de sí existe un genio o un demonio (daimon) que discierne a la par con él. Ese ser misterioso que lo posee es su verdadero juez y aunque en repetidas veces ha rendido ofrendas a los altares, en esta ocasión antepondrá su propio veredicto al de los dioses atenienses que manifiestan su voluntad a través de la ley.
“Sócrates al no reconocer su culpa se enfrenta al pueblo ateniense que cree en sus dioses. El hombre más sabio de su tiempo, que le dio vida al consejo que brilla en el templo de Apolo en Delfos: “Conócete a ti mismo”, no quiere humillarse ante el poder del pueblo, el poder más noble de todos.”
El elocuente discurso de Melito lo acusa precisamente de desconocer a los dioses, de ateísmo, diríamos hoy o de querer imponer nuevos dioses. Melito recuerda que los dioses que rigen la vida del Estado están señalados por éste y todos sus súbditos le deben respeto y obediencia. Entonces, cuando Sócrates, ese artesano, que en las esquinas de la ciudad subvierte a sus interlocutores con preguntas certeras sobre sus pensamientos y conductas y les revela el “daimon”, esa conciencia de sí, que nos dice en silencio lo que es bueno o malo, lo que debemos hacer o no hacer, está creando un nuevo dios y por consiguiente un falso dios. El orador lo denuncia como un pensamiento peligroso que desconoce la legalidad de la ciudad, que conduce a los atenienses a la negación de la moralidad, de la tradición, de lo más entrañable y unificador, la religión oficial. ¿Qué sería de sus templos, de sus instituciones, de Atenas, si cada hombre puede escoger su pensar y su hacer, si los hijos no se someten a la autoridad de los padres y si estos no atienden a sus hijos? Los dioses nos han dado la manera de conocer su voluntad para vencer la inseguridad del futuro, la duda o el desconcierto. Para ello están los oráculos, la voz entrecortada de las pitonisas o la visión de los adivinos, también las indicaciones del vuelo de las aves o de las entrañas de los animales, el sacrificio de los bueyes en los altares divinos.
Cada hombre tiene su propio oráculo: su conciencia moral, es el mensaje inmortal de Sócrates. Es su legado ante el cual rendimos admiración. “El eje de toda la conversión histórico-universal que forma el principio de Sócrates consiste en haber sustituido el oráculo por el testimonio del espíritu del individuo y en hacer que el sujeto tome sobre sus hombros la decisión” (Hegel).
Sócrates al no reconocer su culpa se enfrenta al pueblo ateniense que cree en sus dioses. El hombre más sabio de su tiempo, que le dio vida al consejo que brilla en el templo de Apolo en Delfos: “Conócete a ti mismo”, no quiere humillarse ante el poder del pueblo, el poder más noble de todos. Contradecir la religión oficial es contradecir al Estado Absoluto, “el echar por tierra esa religión pública que era entonces la base de todo y sin el que el Estado no podía existir”, es el delito de impiedad que castiga el pueblo ateniense con su veredicto. Sócrates expone al Estado, a la sociedad ateniense “ a los peligros de la arbitrariedad sujetiva”, Introducía una nueva divinidad que erige como principio la propia conciencia y que incitaba a la desobediencia y quizá, a la rebelión, lo que, entonces, constituía necesariamente un crimen, según Hegel.
Existía la sociedad, existía el Estado, pero no la “sociedad civil”, que sería cosa de los tiempos modernos. Y fue el griego quien sembró la semilla de ésta.
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