martes, 26 de julio de 2011

Izquierda latina

La izquierda latinoamericana, una de las más activas del mundo actual,  ha recibido un inesperado golpe con la grave enfermedad del presidente venezolano, Hugo Chávez. Mientras agitaba y dirigía su pueblo, un cáncer silencioso socavaba el interior de su cuerpo vigoroso y desafiante. Después de Fidel Castro, se ha convertido en el jefe de esta tendencia política en el subcontinente. No solo era el caudillo de Caracas, sino que su influencia  impulsaba cambios económicos y sociales en países como Bolivia, Ecuador y Nicaragua.

Chávez propaga en el vecindario lo que él denomina “el socialismo del siglo XXI”, apoyándose en la riqueza petrolera de su país. Surge la pregunta   de cuál sería el destino de Venezuela en el caso de un desenlace fatal del  líder socialista. ¿Existirán hoy  cuadros capaces de llevar adelante la revolución bolivariana y de conducir el partido socialista con la suficiente lucidez y carácter, para llevar a la práctica sus objetivos transformadores?

“La crisis mundial es tan profunda y vasta que algunos comienzan a preguntarse si no presenciamos el surgimiento de un nuevo sistema social...


Con excepción de Brasil, varios países latinoamericanos cuyos gobiernos se reclaman de izquierda, no han logrado todavía dibujar un camino claro y varios partidos de la misma tendencia carecen de una línea política definida, como ha ocurrido en el caso colombiano. El déficit ideológico en algunos de ellos es notorio, y se han dejado permear por la corrupción y el individualismo caudillista. En términos más precisos, podemos decir que viven del día a día, arrastrados por los acontecimientos o sea que su accionar depende de una táctica a corto plazo y no de un pensamiento estratégico.

Sin embargo, nunca antes la izquierda continental había gozado de tanta simpatía de sus pueblos como en esta década inicial del siglo XXI. Para lograr en el futuro  un triunfo popular se requiere una fuerte lucha a favor de la democracia, previa unión de las fuerzas que marchan en la misma dirección, oponerse al dominio de gobiernos oligárquicos, impulsar una  profunda reforma agraria, el fortalecimiento del sindicalismo y la equidad social.

No hay duda de que la actual crisis global ha despertado a centenares  de millones de personas que hoy expresan  serena o airadamente su descontento con muchas de las “democracias” gobernantes, como ocurre en la Europa capitalista y se enfrentan  a los despotismos  del norte de África y del Medio Oriente.

Semejante a los acontecimientos de mayo de 1968, la juventud encabeza hoy  movimientos de masas que reclaman libertades reales y nuevos modelos económico-sociales capaces de resolver el problema más urgente y decisivo, el del desempleo. Por ello exigen “ ¡La democracia real ya!”. El grito parece contradictorio pues se entona en países donde la “democracia liberal” ha reinado durante muchos años, con elecciones libres que eligen sus gobernantes en fechas indicadas en la Constitución. No obstante las dificultades crecen y se tornan más dramáticas e insoportables. No se trata solamente de cuestiones económicas sino de  una crisis que afecta sus existencias por todos los flancos, produciéndoles desazón y angustia.

En España, Francia e Italia, para no hablar de Grecia y Portugal las manifestaciones se agigantan. No han sido convocadas por determinado partido, sino por jóvenes anónimos a través de los medios electrónicos, de facebook, twitter, etc,  Están académicamente bien preparados ,  han estudiado por años y muchos tienen un diploma bajo el brazo. Desvirtuando la tesis de que la educación es el camino del éxito y de un futuro seguro y digno. Pertenecen a diferentes clases sociales. Algo semejante comienza a ocurrir en los EE.UU.

La crisis mundial es tan profunda y vasta que algunos comienzan a preguntarse si no presenciamos el surgimiento de un nuevo sistema social de nombre desconocido, distinto al capitalismo. 

viernes, 15 de julio de 2011

Claves Literarias

En los últimos años, la academia sueca ha acertado más que en otras ocasiones en la escogencia de los escritores que merecían el Premio Nobel. Destacamos a José Saramago (Portugal), en 1998; J. M. Coetzee (Sudáfrica), en el 2003; Doris Lessing (Gran Bretaña), en el 2005; Orhan Pamuk (Turquía), en el 2006; Mario Vargas Llosa (Perú), en el 2010.

John Maxwell Coetzee es novelista y ensayista. En algunas de sus obras combina estos dos géneros, como ocurre en el tercer tomo de su autobiografía Verano. Pero en esta ocasión nos referiremos a Mecanismos internos (Mondadori. Colombia. 2009), que recoge sus ensayos escritos entre el 2000 y el 2005 e incluye desde Beckett y Bellow hasta Márai y Whitman, pasando por Faulkner y García Márquez. Como el título del libro lo sugiere, su objetivo es descomponer, separar, desvelar las tendencias, los estilos, las estructuras de que están construidas las obras de los grandes maestros. Resulta útil para quienes aspiran a seguir el camino de las letras, para los estudiantes de literatura o simplemente para los que gozan de los placeres de la palabra. Un gran escritor hablando de sus pares o estrictamente contemporáneos o que ya han sido consagrados por la crítica y la fama.

"(Este libro) resulta útil para quienes aspiran a seguir el camino de las letras, para los estudiantes de literatura o simplemente para los que gozan de los placeres de la palabra."

Poco sabíamos de Italo Severo, Robert Walter, Bruno Schulz, Hugo Claus, N. Gordimer, V. S. Naipaul. Los lectores de Coetzee ya habíamos leído sus ensayos anteriores, Costas extrañas, publicados entre 1986 y 1999, en que se ocupa de algunos de los clásicos como Daniel Defoe, Rilke, Kafka, Dostoievsky, Borges, Musil. Algunos de estos textos fueron en un comienzo conferencias o reseñas para el prestigioso New York Review of Books.

En Mecanismos internos, se ocupa, además del análisis de sus obras, del relato de sus vidas, trágicas para algunos o de varios familiares cercanos, como el caso de la esposa de Svevo, que vivió escondida durante los años de la Segunda Guerra Mundial (era judía) y de otros que fueron fusilados por los nazis. Se ocupa de W. G. Sebald, de quien ya hemos hablado en esta columna a propósito de su libro Camposanto, que resulta la revelación de un gran escritor hasta entonces desconocido para nosotros. El análisis de las obras incluye el de su tiempo, convulso y violento, que muestra el esfuerzo que exige la destrucción de ese mundo vivido y el nacimiento de otro, sin que podamos decir que este nos promete una existencia más tranquila y bondadosa.

Walter Benjamin es el autor de Los pasajes, un libro extraño y complejo que se inspira en el descubrimiento de Baudelaire de los bulevares parisinos (en este caso, bulevares internos) y de un nuevo personaje que podíamos traducir torpemente como el veedor o el novelero, para quien los grandes almacenes se convierten en escenarios de un andar que estimula al ocio y al consumismo y que muestra el reinado del mercado. Libro plagado de citas de otros autores, intercalados con sus propios pensamientos epigramáticos, en que condensa la economía capitalista de entonces (1938) y las nuevas formas de ver ese mundo.

William Faulkner (Falkner es su verdadero apellido) visto por sus biógrafos es uno de los mejores ensayos de Coetzee. Nadie había descrito como aquel el profundo Sur de EE UU con tal prosa, brillante e incisiva, aunque en algunos momentos ampulosa. La luz de agosto es una de las grandes novelas del siglo XX: “Una clase de novela que él inventó, con sus inigualables recursos retóricos para enlazar pasado y presente, memoria y deseo” (Coetzee).

Coetzee dice del estilo de nuestro Premio Nobel: “Su estilo verbal suele ser ágil, enérgico, innovador y muy característico de él”. Destaca la deuda que García Márquez tiene con el escritor japonés Yasunari Kawabata, autor de la novela corta La casa de las bellas durmientes (1961). Un anciano todavía alucinado por el sexo de las bellas jóvenes que duermen tranquilas a su lado, de bocas anhelantes. Muestra la cercanía de Memoria de mis putas tristes con su novela anterior El amor en los tiempos del cólera.

domingo, 3 de julio de 2011

Filosofía del lobo (XIX)

Thomas Hobbes nació en Masnelbury en 1588 y murió en 1679, es decir, 90 años después. Contemporáneo de la Revolución Inglesa y de la dictadura de Cromwel. Su reflexión sobre estos graves acontecimientos en Inglaterra lo convirtió en filósofo del Estado y del Derecho, uno de los mayores de la historia.

Su poderosa mente quiso abarcarlo todo, desde la lógica y la física hasta el funcionamiento de los órganos humanos. Realizó un análisis profundo de la sociedad, elaboró principios que permanecen como guías para comprender la conducta de los individuos y de los pueblos.

"Para Hobbes, resulta claro que los hombres no pueden permanecer en el estado de naturaleza, sino salir de él y alcanzar un estado jurídico". 

El espacio que le dedica Hegel a Hobbes en su historia de la filosofía es corto. Pero plantea en breves párrafos lo esencial del pensamiento de este creador de una nueva visión del hombre y del Estado. Fue el autor de una de las máximas más certeras sobre los seres humanos: “homo homini lupus” (el hombre es un lobo para el hombre). Señaló el estado de naturaleza como el primer estadio de los seres humanos en el umbral de la historia, donde predominaba la lucha de uno contra todos y de todos contra uno, la ambición incontenible de dominar unos a otros, de sobreponer el apetito y el impulso de cada uno al de los demás, hasta el punto de afirmar que la igualdad de los hombres se manifiesta en la capacidad para matar al otro.

Escribió una panorámica de la filosofía, Elementos de filosofía. Su primera parte, De corpore, sobre la lógica y la metafísica y la mecánica, fijándose en las relaciones entre el movimiento y la magnitud. En la segunda parte, de la naturaleza del hombre, De homine, y la tercera del Estado, De cive. Su libro más famoso El Leviathan (1651), que fue prohibido, a mi manera de ver no ha sido suficientemente estudiado, a pesar de que la bibliografía sobre Hobbes no deja de crecer.

“La sociedad y el Estado son para Hobbes, lo absolutamente supremo y lo sencillamente predominante por encima de la ley y la religión positiva” (Hegel. Lecciones sobre la historia de la filosofía. T. lll p. 332. FCE. 1955). Como los lectores comprenderán esto era algo inusitado y todo lo contrario a lo aceptado hasta entonces, que no se compadecía con lo enseñado en las sagradas escrituras y el Derecho vigente. Al restarle autoridad a la religión cristiana y al Derecho positivo, pretendía Hobbes reducir la comunidad del Estado y la naturaleza del poder político “a principios que se hallan dentro de nosotros mismos y que reconocemos como propios”, lo que significa que surgen dos principios contrapuestos: la obediencia pasiva de los súbditos al rey (o al regente o soberano), cuya voluntad se torna absoluta y que se sustrae a “toda otra ley”, y el razonamiento que contiene nuestras propias determinaciones y que se llama “la sana razón”.

Lo anterior contrasta con las continuas citas de La Biblia que hace Hobbes en sus escritos, por ejemplo, el leviatán, que es en la sagrada escritura “la mayor de todas las bestias”, la utiliza para referirse al Estado. Esta obra es, sin duda, uno de los alegatos más serios que se han escrito a favor del absolutismo. La igualdad de los hombres no surge de su fortaleza, sino de la igual debilidad de todos ellos. Su debilidad debe ser compensada por el poder del Estado, capaz de rechazar la fuerza del otro con la fuerza del soberano. Entonces “el origen de toda sociedad civil hay que buscarlo en el temor mutuo de todos”. Su raíz profunda se funda en el egoísmo. Así asegura la vida, la propiedad y el goce. Son fines puramente terrenales, que no toman en cuenta, como en los tiempos modernos, la libertad del espíritu o la dignidad y la autonomía de los hombres, sin embargo, al estado de naturaleza opone el estado de razón, consistente en que el hombre se sepa dominar y sepa dominar sus impulsos inmediatos. Para Hobbes, resulta claro que los hombres no pueden permanecer en el estado de naturaleza, sino salir de él y alcanzar un estado jurídico. La manera principal para ello es acatar la ley de la razón que no es otra que la defensa de la vida propia para ganar y salvaguardar la paz.