domingo, 25 de abril de 2010

Amsterdam

Por: José Arizala

Amsterdam tiene fama de ser una ciudad donde reina la libertad. La libertad política, moral, religiosa. Libertad para el sexo, las drogas y la muerte. El escritor inglés Ian McEwan (n. 1948) escribió una novela con  el mismo nombre Amsterdam,( Anagrama, 2005). Recibió por ésta el Premio Booker. Es considerado uno de los mejores escritores europeos contemporáneos. Recientemente estuvo en Cartagena en el “Hay Festival” 2010. También en Bogotá donde dictó una conferencia en la Biblioteca Luis Angel Arango.

La primera frase que me impresionó fue: “Había algo gravemente erróneo en el mundo cuya culpa no podía atribuirse a Dios ni a su ausencia”. La sentencia es irreverente y profunda; condensa todo el tema del libro. Repetimos. ¿Qué hay más allá de Dios y su ausencia, quién llena ese hondo abismo? Respondemos interpretando al autor: la voluntad o, mejor, el destino de los seres humanos. Gozamos y padecemos este mundo, podemos libremente sembrar una flor en él o buscar la muerte.

La historia de Molly Lane comienza el día de su cremación, cuando – privilegio de pocas – sus examantes y su marido, la acompañan hasta el final. El escritor es poco discreto, de inmediato comienza a contar chismes: durante la enfermedad, cuando ella recibe la visita de Clive o de Vernon, “se excitaba en demasía como anticipo de una depresión profunda”. ¿ Ella sería consciente de que dicha excitación obedecía a auténticos recuerdos o a los atropellos de la sangre? El uno le pregunta al otro durante el sepelio: recuerdas aquella noche de Navidad de 1978 cuando en una casona escocesa, Molly bailó desnuda sobre una mesa de billar y mordió la manzana que tenía en la boca, mientras su pareja en calzoncillos mostraba un taco que hacía oscilar a modo de serpiente?

Pero la novela no relata la vida de Molly Lane. McEwan la utiliza como punto de contacto de las vidas de sus amantes y de la época – el último tercio del siglo XX europeo. Si Molly es superficial, coqueta, fácil para hacer el amor, sus amantes están en el corazón de la época, hacen parte de ese entramado complejo y contradictorio de final de dicho siglo, que  tantas cicatrices dejó en la historia.

Vernon es un periodista destacado que lucha a brazo partido por aumentar la circulación del diario, El Juez, que dirige y cuyos accionistas le exigen cada día más. Clive es un famoso músico a quien el gobierno británico le encarga la composición  de La sinfonía del milenio. Julian Garmony, Ministro de Relaciones Exteriores del Reino Unido y aspirante a ocupar el cargo de Primer Ministro. George, el marido de Molly, está dedicado a los negocios. Es uno de los accionistas de El Juez.

Molly había tomado fotografías íntimas a Garmony en las que posa ante la cámara con ropas de mujer y que ahora están en manos de su vengativo marido. Este sugiere publicarlas en El Juez, aunque las ofrece a otros diarios, dispuesto a aceptar la mejor oferta. Vernon acepta finalmente  su publicación en el diario, así ampliará su tiraje y por consiguiente mejorarán los resultados económicos. Hace tiempo que ha comprendido que la información también se ha convertido en una mercancía, en un negocio como cualquier otro, que carece de límites que le impidan acrecentar  las ganancias. Pero también sabe que si no vende su mercancía informativa, perderá el puesto. Además, si publica las fotos le dará un golpe mortal a las aspiraciones de Garmony, su adversario político, de llegar a Jefe del gobierno (todo indica que se trata del conservador).

Asistimos al mismo tiempo al proceso creador de Clive, algunas de las mejores páginas de la novela. A la secuencia del creador que se enfrenta a la tarea  de trasladar sus ideas y emociones a una melodía inspiradora, intensa y sublime. Vemos a Clive de pié o recostado , solitario, ante la amplia ventana de su estudio en espera de la noche, mientras las notas presentidas y al fin logradas, se inscriben en las hojas pautadas, que los variados instrumentos de la orquesta convertirán en sonidos suaves o tempestuosos.

Algo comienza a fallar, “ese algo gravemente erróneo del mundo”, que se mencionaba arriba, hace su aparición. Clive viaja a la región de los lagos y las montañas para recuperar la inspiración, pero los sonidos de la naturaleza apenas alcanzan para avanzar en la sinfonía por encargo, cuyo plazo de entrega se agota.

Si a Vernon le cae por sorpresa su fracaso, su soledad, su desempleo, a Clive le ocurre igual. Su “genio”, su pretensión de ser un Beethoven inglés ya no va más. Agobiados por la enfermedad de Molly los dos amigos, no ajenos a contrariedades mutuas, habían acordado ayudarse a bien morir cuando el cansancio de vivir o las fuerzas se escapen. Clive debe ir a Amsterdam a ensayar su pieza sinfónica, a sabiendas de que su racha creativa se había agotado. Vernon le sigue. La ciudad de la libertad también le abre sus puertas a la eutanasia. En sus respectivos cuartos de hotel, ayudados por médicos corruptos, se cumple la ceremonia. Garmony comentará: “No fue un doble suicidio. Se envenenaron mutuamente. Fue un asesinato recíproco”.

domingo, 18 de abril de 2010

EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES

Capítulo del libro Manual de ateología (2009) , de varios autores.

Por: José Arizala

 Cuando pienso en los dioses recuerdo los atardeceres. Los dioses aparecen cuando la vida comienza a apagarse como el sol en el poniente. Poetas, músicos, filósofos, han hecho referencia al “ocaso de los dioses”, queriendo indicar su lenta ausencia del escenario histórico. También aluden con ello a la lontananza del mundo, al más allá que nos recuerda el final y nos invita a un nuevo comienzo. Lo presentimos inevitable, mas no queremos morir. Esperamos que una mano oculta y poderosa nos conduzca vivos a la eternidad. Vivir, seguir viviendo, es nuestro anhelo más profundo.

Una obra que expresa esta esperanza infinita es La comedia de Dante. Iniciamos el sendero divino, el ascenso en la escala de los astros, después del infierno, despiertos, de la mano de Virgilio, hasta encontrarnos con el resplandor de Dios. La comedia es un género literario placentero, una farsa con final feliz. “Ya está bien de tanta comedia”, dicen los españoles.

Su muerte nos lleva a preguntarnos: ¿cuándo nacieron los dioses? En la profundidad del tiempo. Era la eterna noche oscura pero vital, cuyo viento cósmico creó el sol y el universo y seguirá creándolo una y otra vez. Un día, no el segundo ni el tercero, surgió la chispa de la vida; no en el aire, ni en la arena, sino en el mar, en el agua, en el h2o; sí entre la mezcla doble de hidrógeno y oxígeno. Elementos simples, sencillos, con el poder de dar origen, y por consiguiente de vivir, de extender la vida al resto de la Tierra.

En el mar y luego en los pantanos, una larva silenciosa y oculta comenzó a andar. Poco a poco se levantaría del fango y se convertiría en planta y animal, hasta que el hombre se adueñó de todo. Pero eran tantos los peligros, tan fácil desaparecer para siempre, que su corazón y su mente reclamaban un poder superior que lo protegiera; entonces los hombres inventaron a los dioses, descubrieron su palabra de fe y de esperanza. Mas los dioses eran tantos, se encontraban en todas las hendiduras de la tierra y en las tempestades del cielo, que al fin los hombres acordaron unificarlos y pensar en sólo Uno, todopoderoso, omnisciente, capaz de detener el desastre, revivir a los muertos y darnos la vida eterna.

Pero el hombre siguió viviendo en la incertidumbre, azotado por los acontecimientos, que van de los cataclismos naturales a las desgracias de la vida propia. El hombre es una brizna de hierba en manos del destino inescrutable. Está condenado a la inseguridad, a la inquietud y al fin trágico de la muerte. Se exige a sí mismo un soporte, una tierra firme en qué apoyarse, que no es otro que el don de los dioses.

Pero el genio religioso no es tan inocente, ha sido aprovechado por el poder. Es posible que religión y poder aparecieran al mismo tiempo. Se convirtieron en dos brazos de una misma fuerza de opresión. Una material, espiritual la otra. Actúan entrelazadas. El poder estatal se manifiesta no sólo con las armas, sino, sobre todo, con las ideas; tiene una expresión jurídica, leyes e instituciones, fundamentadas en la legislación divina.

En el siglo XX existieron Estados que buscaron ser ateos o a-religiosos. Sin embargo no pudieron imponer el ateísmo. Hasta el presente no se conoce una sociedad humana desprovista del sentimiento e interés religioso, de la confianza en la existencia del “más allá”. Sin embargo, resulta notorio el aumento de la población que no cree en Dios o por lo menos que no practica religión alguna, proporción que crecerá aún más.

Después de una intensa religiosidad en la edad medieval, se inició una época de paulatino descreimnto en los dioses, sobre todo en el dios de Occidente. Ocurre en la Edad Moderna cuya base económica es el capitalismo. Dicha tendencia se inicia con el Humanismo, sigue con la Ilustración, la concepción burguesa del mundo, la socialista. Es la nueva era de la desacralización del mundo, o en términos más generales, del “desencantamiento del mundo” percibido por los filósofos de la Ilustración y de manera muy clara por Max Weber.

La física de Aristóteles donde “la naturaleza siente horror al vacío”, cede lugar a una ciencia que se ocupa solo de las cosas. El “ánima” que alentaba a los procesos y los fenómenos es sustituida por las fuerzas, el movimiento, la gravedad y los átomos del interior de la materia. Se ha dicho que la religión es consecuencia de la ignorancia. Afirmación parcialmente válida sobre todo en los primeros tiempos. Cuando encontramos una cuestión grave, decisiva, a la cual no hallamos respuesta, solemos apelar a la imaginación para aclarar el misterio. Pero hombres cultos han creído en Dios, sin que podamos descalificar su saber por dicha razón. No obstante, la religión se ha opuesto al desarrollo de la ciencia, prefiere la ignorancia a la lucidez. Hace cuatrocientos años la iglesia de Roma obligó al gran científico Galileo Galilei a decir, bajo pena de muerte una gran tontería: que la tierra es fija y el sol gira a su alrededor.

Invocando la palabra de Dios se han cometido crímenes execrables. El ex-presidente de los E.E.U.U George W. Bush, anunció el ataque y la invasión a Irak en nombre de Dios y de la democracia. En Colombia se ha cortado la lengua y el cuello a millares de personas en homenaje a Cristo rey, incitados por el gobierno conservador de la época para destruir físicamente a la oposición. Podemos agregar que la dictadura franquista fue firmemente apoyada por la Iglesia Católica española. Pero también en nombre de Dios han ocurrido actos de compasión, de piedad y de perdón.

La religión ha sido utilizada para apagar los incendios sociales, la inconformidad de los que sufren, para impedir su rebelión y lograr que se resignen a este “valle de lágrimas”, por lo cual ha sido denunciada como “el opio del pueblo”. Sin embargo han existido guerras de campesinos contra los terratenientes dirigidos por predicadores cristianos. Palmiro Togliatti, jefe comunista italiano, pronunció en 1944, en Nápoles, un discurso en el que afirmó que la religión podría convertirse en un impulso para luchar por un mundo mejor. Tesis que reafirmaría la “Teología de la Liberación”, para muchos, el único pensamiento original de América Latina.

Al lado de terribles inquisiciones, las religiones, en ciertas épocas y circunstancias, han contribuido a la humanización de las costumbres humanas. Algunos de los valores religiosos más importantes buscan mejorar la conducta humana, condenar el “mal” y realizar el “bien”.

La razón fundamental por la cual no creemos en Dios es la convicción de que no existe. Si existió, “ha muerto”; la franca y dura frase de Nietzsche resulta cada día más cierta. La humanidad se aparta de él, o mejor, Dios se aparta del hombre. Sólo su ausencia explica el holocausto judío, los implacables bombardeos israelíes a los palestinos en la franja de Gaza, la ola del océano que mató a 250.000 personas en un instante. Lo que el filósofo quiere decir no es que “Dios ha muerto”, porque nunca existió, sino que el concepto de Dios se esfuma, pierde su consistencia en la sociedad moderna. Hoy se edifican menos templos. La fe resulta impotente para detener el nihilismo, esa ausencia de valores, ese vacío interior que se ha apoderado de la conciencia humana y de la humanidad. No como resultado del proselitismo de un credo materialista, sino de una época histórica en que las relaciones humanas han perdido su verdad y su cohesión. En que los valores antiguos han sido cambiados por otros que carecen de substancia, derivados de la técnica y de la producción, impuestos por el hombre encadenado al valor del dinero y del mercado, del tener y de la posición, por ello Martin Heidegger reclamaba “un nuevo dios” es decir, una nueva razón profunda para existir.

¿Cómo explicar que el sicario rece ante el altar de la Virgen Santísima (la imagen de su madre) para que nada malo le ocurra a él cuando cometa el crimen? ¿Cómo no “caer en la vanidad” ante la ofensiva de las fábricas de cosméticos y de las casas de alta costura? A favor de un auge de la religión se alega la exacerbación del Islam. Pero ésta enmascara el nacionalismo pan-árabe, las reivindicaciones de su cultura, además expresa el resentimiento por la explotación colonial occidental del que fueron víctimas y aún lo son. El catolicismo retrocede, doctrinariamente, en el número de fieles y de sacerdotes.

Reconocemos que Jesucristo pronunció una palabra de amor y no de odio, aunque sus seguidores hayan odiado a los que no están con él. Aceptamos la intuición del poeta Rilke: “Sólo el canto sobre la tierra / consagra y celebra”. En definitiva compartimos el pensamiento de Carlos Marx: “La religión es la realización fantástica de la esencia humana”.