Por: José Arizala
Amsterdam tiene fama de ser una ciudad donde reina la libertad. La libertad política, moral, religiosa. Libertad para el sexo, las drogas y la muerte. El escritor inglés Ian McEwan (n. 1948) escribió una novela con el mismo nombre Amsterdam,( Anagrama, 2005). Recibió por ésta el Premio Booker. Es considerado uno de los mejores escritores europeos contemporáneos. Recientemente estuvo en Cartagena en el “Hay Festival” 2010. También en Bogotá donde dictó una conferencia en la Biblioteca Luis Angel Arango.
La primera frase que me impresionó fue: “Había algo gravemente erróneo en el mundo cuya culpa no podía atribuirse a Dios ni a su ausencia”. La sentencia es irreverente y profunda; condensa todo el tema del libro. Repetimos. ¿Qué hay más allá de Dios y su ausencia, quién llena ese hondo abismo? Respondemos interpretando al autor: la voluntad o, mejor, el destino de los seres humanos. Gozamos y padecemos este mundo, podemos libremente sembrar una flor en él o buscar la muerte.
La historia de Molly Lane comienza el día de su cremación, cuando – privilegio de pocas – sus examantes y su marido, la acompañan hasta el final. El escritor es poco discreto, de inmediato comienza a contar chismes: durante la enfermedad, cuando ella recibe la visita de Clive o de Vernon, “se excitaba en demasía como anticipo de una depresión profunda”. ¿ Ella sería consciente de que dicha excitación obedecía a auténticos recuerdos o a los atropellos de la sangre? El uno le pregunta al otro durante el sepelio: recuerdas aquella noche de Navidad de 1978 cuando en una casona escocesa, Molly bailó desnuda sobre una mesa de billar y mordió la manzana que tenía en la boca, mientras su pareja en calzoncillos mostraba un taco que hacía oscilar a modo de serpiente?
Pero la novela no relata la vida de Molly Lane. McEwan la utiliza como punto de contacto de las vidas de sus amantes y de la época – el último tercio del siglo XX europeo. Si Molly es superficial, coqueta, fácil para hacer el amor, sus amantes están en el corazón de la época, hacen parte de ese entramado complejo y contradictorio de final de dicho siglo, que tantas cicatrices dejó en la historia.
Vernon es un periodista destacado que lucha a brazo partido por aumentar la circulación del diario, El Juez, que dirige y cuyos accionistas le exigen cada día más. Clive es un famoso músico a quien el gobierno británico le encarga la composición de La sinfonía del milenio. Julian Garmony, Ministro de Relaciones Exteriores del Reino Unido y aspirante a ocupar el cargo de Primer Ministro. George, el marido de Molly, está dedicado a los negocios. Es uno de los accionistas de El Juez.
Molly había tomado fotografías íntimas a Garmony en las que posa ante la cámara con ropas de mujer y que ahora están en manos de su vengativo marido. Este sugiere publicarlas en El Juez, aunque las ofrece a otros diarios, dispuesto a aceptar la mejor oferta. Vernon acepta finalmente su publicación en el diario, así ampliará su tiraje y por consiguiente mejorarán los resultados económicos. Hace tiempo que ha comprendido que la información también se ha convertido en una mercancía, en un negocio como cualquier otro, que carece de límites que le impidan acrecentar las ganancias. Pero también sabe que si no vende su mercancía informativa, perderá el puesto. Además, si publica las fotos le dará un golpe mortal a las aspiraciones de Garmony, su adversario político, de llegar a Jefe del gobierno (todo indica que se trata del conservador).
Asistimos al mismo tiempo al proceso creador de Clive, algunas de las mejores páginas de la novela. A la secuencia del creador que se enfrenta a la tarea de trasladar sus ideas y emociones a una melodía inspiradora, intensa y sublime. Vemos a Clive de pié o recostado , solitario, ante la amplia ventana de su estudio en espera de la noche, mientras las notas presentidas y al fin logradas, se inscriben en las hojas pautadas, que los variados instrumentos de la orquesta convertirán en sonidos suaves o tempestuosos.
Algo comienza a fallar, “ese algo gravemente erróneo del mundo”, que se mencionaba arriba, hace su aparición. Clive viaja a la región de los lagos y las montañas para recuperar la inspiración, pero los sonidos de la naturaleza apenas alcanzan para avanzar en la sinfonía por encargo, cuyo plazo de entrega se agota.
Si a Vernon le cae por sorpresa su fracaso, su soledad, su desempleo, a Clive le ocurre igual. Su “genio”, su pretensión de ser un Beethoven inglés ya no va más. Agobiados por la enfermedad de Molly los dos amigos, no ajenos a contrariedades mutuas, habían acordado ayudarse a bien morir cuando el cansancio de vivir o las fuerzas se escapen. Clive debe ir a Amsterdam a ensayar su pieza sinfónica, a sabiendas de que su racha creativa se había agotado. Vernon le sigue. La ciudad de la libertad también le abre sus puertas a la eutanasia. En sus respectivos cuartos de hotel, ayudados por médicos corruptos, se cumple la ceremonia. Garmony comentará: “No fue un doble suicidio. Se envenenaron mutuamente. Fue un asesinato recíproco”.
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