domingo, 2 de mayo de 2010

Presencia cotidiana del mar

Por: José Arizala

El mar es el espectáculo más impresionante que ven los ojos humanos. ¿Quién no se estremece cuando contempla esa masa ilímite que tienes siempre a tus pies, en una extensión que disuelve la distancia entre el cielo y el mar? ¿Existe comunión más intensa con el mundo – no solo con la naturaleza – que la que sientes cuando lo contemplas, estando tendido sobre un terrón de arena de la playa o sobre el peñasco del Cabo de la Vela?

Poseído por estas dilatadas emociones comencé a leer la novela El mar,  del escritor irlandés John Banville (n. 1945), considerado un escritor de gran estilo por los mandarines de la crítica literaria. Uno de ellos la sintetiza así: “Es una conmovedora meditación acerca de la pérdida, la dificultad de asimilar y reconciliarse con el dolor y la muerte y el poder redentor de la memoria”. Por esta novela su autor recibió el premio Man Booker, 2005.

Esperaba encontrar largas parrafadas líricas. Pero aunque hay repetidas alusiones a la belleza del mar, Banville, como ya se dijo, la dedica a su drama –muerte, dolor, memoria – donde el mar aparece como un acompañante cotidiano que rodea sus recuerdos, cual pesadas y oscuras olas en su mente : “ Con que felicidad sopla hoy el viento golpeando con sus grandes puños suaves e inútiles los cristales de la ventana  (…) Era un día de esos en los que, últimamente, el sol es para mí el grueso ojo del mundo que me mira con sumo deleite mientras yo me retuerzo en mi tristeza (…) Que apagado suena todo a la orilla del mar, apagado y sin embargo enfático, como sonidos de disparos a lo lejos ( …) La arena emitía un olor misterioso, como a gato (…) Levanta una mano para apartarse un pelo que ha quedado pegado a la frente mojada y fijo la mirada en la secreta sombra que hay bajo la axila, azul ciruela, el tono de mis húmedas fantasías en noches venideras (…) Las olas arañaban la arena suave que había en la línea del agua, escarbando para afianzarse en la playa, pero inevitablemente fracasaban”.

En las primeras páginas se relata la aparición de la enfermedad y posterior muerte de Anna, su  esposa. Lo hace de manera delicada y sutil, apenas con las palabras necesarias. Nos prepara para hondas reflexiones, no en tono filosófico, sino en medio de la cotidianidad de la vida, esta vez velada por un amor pleno de secreta ternura. Más adelante anota sobre la enfermedad de Anna: él escuchaba el miedo que giraba en su interior, incluso cuando el dolor no había aparecido todavía, sino en los exámenes del Dr. Todd. Lo que la atormentaba era una sensación de zozobra, Apenas tenían tiempo para recordar sus primeros días juntos, el verano londinense en que se conocieron y casaron. Al lado de este triste relato se desliza la voz del protagonista principal, mostrando su lugar en esa sociedad moderna, entre los grandes hombres de su población, médicos, abogados, industriales provincianos, para los que su padre trabajaba humildemente, los restos de una aristocracia terrateniente protestante, aferrada a sus mansiones entre los bosques del interior : “De una sociedad donde la mayoría de los hombres se sienten decepcionados con su destino, languideciendo en sus cadenas con callada desesperación”.

Banville salpica el texto con alusiones a pintores y escritores, que no siempre vienen a cuento, pero con ellos amplía el espacio de los temas del libro. Su  prosa minuciosa, precisa, llena de detalles, a veces iluminada con adjetivos inesperados y metáforas brillantes, prueban la clara influencia de Vladimir Nabokov, uno de los buenos escritores del siglo XX.

Existen numerosos libros con el mar. Entre ellos Los trabajadores del mar, Los mares del sur. El marinero que perdió la gracia del mar de Hugo, Stevenson y Mishima, respectivamente. La mayoría de ellos destacan en extenso su belleza y su fuerza. No del todo el caso del libro que comentamos. En cuanto a mí, prefiero soñar con catedrales ancladas en el fondo del mar.





Este amor truncado por la muerte descompone la existencia de Max. Lo condena a la eterna soledad, a la insatisfacción consigo mismo, a ver la pobreza intelectual y moral de los demás seres. En vano trata de revivirla en el recuerdo, pues hasta las líneas de su cara  y de su cuerpo se van perdiendo; solo quedan algunos gestos, algunas palabras o ratos de tensión, de desencuentro. Los más felices se hunden lentamente en el olvido. Aunque el autor reconoce que ha tenido momentos en que se sintió a punto de partir, la muerte de Anna le enseñó que la vida no es más que una larga preparación “para subir al negro barco de un río en sombras”.

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