lunes, 26 de marzo de 2012

El diablo hace de las suyas

Transcurrían los últimos años del Conde León Tolstoi. Ya había escrito las obras que le otorgaron la inmortalidad. Pero su espíritu no estaba en paz. Por el contrario nunca había sentido tantos tormentos en su corazón: confundido y apesadumbrado. Poco tiempo después escaparía de su casa, Yasnaia Poliana, en las afueras de Moscú, con destino desconocido, huyendo de su mujer y de su angustia. Todo terminaría en una anónima estación de tren en 1910. Quizá no era su propia incertidumbre sino, también, la premonición de que el siglo que comenzaba sería uno de los más terribles de la historia humana.

El l9 de noviembre de 1889, terminó de escribir una novela corta que tituló El diablo (Galaxia Gutemberg. Barcelona. 2006) en que une la pasión de la carne con el sentimiento religioso. La historia es sencilla y trágica. Yevgueni Irténev es un joven aristócrata ruso, elegante, inteligente, buen mozo, con brillantes estudios en la Facultad de Derecho de la Universidad de Petersburgo. Poseía una gran fortuna; la vida le auguraba una espléndida carrera. Tenía entonces 26 años. No solo atraía su presencia sino sus cualidades morales. “Cuánto más se lo conocía más cariño se le tomaba”.

Las primeras páginas de la novela las dedica el autor a describir la hacienda, las labores del campo, la vida de los campesinos que viven en ella por la gracia del patrón. No son los miserables siervos de Dostoievski, sujetos a la dura voluntad del Señor, sino campesinos alegres. “El día siguiente era la Trinidad. Hacia un tiempo hermoso y las mujeres de la aldea que, según la costumbre, habían ido al bosque a trenzar coronas de flores, a la vuelta pasaron por la casa señorial y se pusieron a cantar y bailar”.

Con el correr de los días surge en el joven Yevgueni una inquietud que se va convirtiendo en problema: necesita el lecho de una mujer hermosa y sana, que él considera imprescindible para su salud y libertad intelectual. Desde luego que él no estaba virgen. En la universidad había tenido sus aventuras amorosas, una que otra costurera, pero nunca se había convertido en un libertino. Sabía que ahora tenía a su disposición numerosas robustas campesinas de su hacienda que estaban dispuestas a satisfacer las ansias y placeres del señor. Pero en su nueva condición prefería una relación estable y seria, propia de un noble y rico propietario de tierras, cultivos de remolacha, caballos y ganado . Y desde luego, de extensos y bellos bosques que alimentaban los arroyos y pozos del lugar.

Mas comprende que no debe ir a la ciudad en busca de algo que tiene suficientemente a su disposición. En los caminos del bosque encuentra una muchacha con la blusa blanca, bordada, una falda de color rojo, descalza, lozana, firme y hermosa que le sonreía tímidamente. Averigua que su marido vive en la ciudad, como un soldado y decide hablarle. Las citas no se hacen esperar. La joven no se siente obligada. Por el contrario, la alegra y entusiasma las caricias del patrón. En cuanto él, ha terminado su abstinencia y conquistado “la libertad de pensamiento, para dedicarse tranquilamente a sus asuntos”.

El joven aristócrata se casa con Liza Anneska, alta, fina y larga, con ojos muy atractivos. “Cuando pidió su mano y les dieron la bendición, cuando se besaron como novio y novia, ella quiso estar con él para amar y ser amada”. Pero la desgracia comenzó a llegar al nuevo hogar, como un aliento del infierno. Perdieron el primer niño, la rutina se fue apoderando de ese matrimonio tranquilo, sin sorpresas. Le fue imposible a Yevguenni romper con Stepanida, quien terminó apoderándose de todos sus deseos. Fue eloqueciendo de placer, como si el demonio dirigiera su vida, lo que condujo a una tremenda desgracia.

En esta corta novela de Tolstoi, escrita al final de su vida, resucitan todos sus ideales cristianos, se entrelazan el amor más profundo, con la pasión sexual más intensa. Su respeto a Dios con la sumisión al demonio. El gran novelista ruso ocultó su obra que fue publicada póstumamente. Incluso elaboró dos versiones diferentes, en una de ellas mitiga el dolor y la intensidad de sus pasiones.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Ceremonias de la muerte propia

Algunos grandes escritores japoneses han sentido la tentación de la muerte y  caído en la tentación. Ese sentimiento viene desde muy lejos, de una sociedad férreamente feudal, llena de escaseces, limitaciones sin cuento y de dolor, de un  dolor profundo e hiriente, como el que dejan las espinas en los músculos duros y fuertes de los legionarios o de los samuráis – en éste caso. Mas este dolor está acompañado de una delicada sensibilidad, tan tenue, tan pura, tan simple, como las bellas flores de esa tierra, cerezos, camelias, crisantemos, rodeada de mares y cubierta de montañas de nieve que a veces estallan como si fueran volcanes enfurecidos, que hacen temblar miles de veces el suelo , que apenas sobrevive sobre el océano.

Extraña combinación que les permite crear letras y líneas de oro y aceptar la desesperación que produce la belleza y el sueño trágico;  impávidos ante el abismo que también los atrae irresistiblemente, permitiéndoles morir en el momento más deseable.

“Para morir, el novelista Yukio Mishima eligió una muerte de fanático y la muerte más japonesa que pueda imaginarse”. John Nathan 


Pocas veces recurren al veneno, porque ya está dentro de ellos, acumulado lentamente por los sinsabores de la existencia. Los combatientes utilizan  la herida y la sangre que brota de sus vientres, atenazados por la angustia o la deshonra, por la pasión intensa o el fracaso. El kimono se teñirá de sangre, producto del puñal o de la espada. La ceremonia del suicidio se asemeja a la ceremonia del té, que recorre un largo camino de la historia del sol naciente. Luego vendrá el solemne funeral y todo terminará, salvo el recuerdo de los seres amados, reflejado en la tristeza de sus ojos, especialmente de las mujeres hermosas.

La inspiración de este rito es, desde luego, religiosa. Hay unidad entre la religión y la sangre. Los dioses oscuros y lejanos han tejido sensaciones y poderes, de los cuales como un hontanar fluye la sangre. En uno y otro momento el Dios sufre, se entrega, se sacrifica. Padece por los dioses menores y por sus demás criaturas. El solo soporta con su dolor el bienestar futuro y la salvación de todos y les dispensa algo de bálsamo que alivian las penas, las pérdidas y el silencio inmortal de los suyos. El Dios muere por nosotros y con nosotros. Condona nuestras deudas a cambio de la felicidad o el sufrimiento eterno. Al fin, la sangre, que es lo más puro y creador que poseemos, se convierte en el don divino de la paz Por ese poder el nuevo Dios, en el caso del cristianismo,  ha recibido el látigo, el calvario, la lanza en el costado, la corona de espinas y la crucifixión.

“Para morir, el novelista Yukio Mishima eligió una muerte de fanático y la muerte más japonesa que pueda imaginarse”. Escribe el profesor de la universidad de Princeton, John Nathan. El 27 de noviembre de 1970 Mishima visita al Jefe de la fuerza de Defensa del Japón. Pocos minutos después salió al balcón y pidió a los cadetes que se levantaran  contra la democracia que después de la guerra había privado al Japón “de su ejército y de su alma”. Los soldados no lo escuchaban o se burlaban de él. Entra de nuevo al despacho del Jefe y se hace el seppuku, (el hara-kiri). Introdujo la hoja en el costado izquierdo y la bajó por el abdomen. Hizo la señal y el cadete que está detrás, con la espada le cortó la cabeza. Así murió uno de los mejores escritores japoneses del siglo. Un patriota cumplía con un rito sagrado de honor y sacrificio. El ensangrentado filo de la espada lanzó su último resplandor.