Algunos grandes escritores japoneses han sentido la tentación de la muerte y caído en la tentación. Ese sentimiento viene desde muy lejos, de una sociedad férreamente feudal, llena de escaseces, limitaciones sin cuento y de dolor, de un dolor profundo e hiriente, como el que dejan las espinas en los músculos duros y fuertes de los legionarios o de los samuráis – en éste caso. Mas este dolor está acompañado de una delicada sensibilidad, tan tenue, tan pura, tan simple, como las bellas flores de esa tierra, cerezos, camelias, crisantemos, rodeada de mares y cubierta de montañas de nieve que a veces estallan como si fueran volcanes enfurecidos, que hacen temblar miles de veces el suelo , que apenas sobrevive sobre el océano.
Extraña combinación que les permite crear letras y líneas de oro y aceptar la desesperación que produce la belleza y el sueño trágico; impávidos ante el abismo que también los atrae irresistiblemente, permitiéndoles morir en el momento más deseable.
“Para morir, el novelista Yukio Mishima eligió una muerte de fanático y la muerte más japonesa que pueda imaginarse”. John Nathan
Pocas veces recurren al veneno, porque ya está dentro de ellos, acumulado lentamente por los sinsabores de la existencia. Los combatientes utilizan la herida y la sangre que brota de sus vientres, atenazados por la angustia o la deshonra, por la pasión intensa o el fracaso. El kimono se teñirá de sangre, producto del puñal o de la espada. La ceremonia del suicidio se asemeja a la ceremonia del té, que recorre un largo camino de la historia del sol naciente. Luego vendrá el solemne funeral y todo terminará, salvo el recuerdo de los seres amados, reflejado en la tristeza de sus ojos, especialmente de las mujeres hermosas.
La inspiración de este rito es, desde luego, religiosa. Hay unidad entre la religión y la sangre. Los dioses oscuros y lejanos han tejido sensaciones y poderes, de los cuales como un hontanar fluye la sangre. En uno y otro momento el Dios sufre, se entrega, se sacrifica. Padece por los dioses menores y por sus demás criaturas. El solo soporta con su dolor el bienestar futuro y la salvación de todos y les dispensa algo de bálsamo que alivian las penas, las pérdidas y el silencio inmortal de los suyos. El Dios muere por nosotros y con nosotros. Condona nuestras deudas a cambio de la felicidad o el sufrimiento eterno. Al fin, la sangre, que es lo más puro y creador que poseemos, se convierte en el don divino de la paz Por ese poder el nuevo Dios, en el caso del cristianismo, ha recibido el látigo, el calvario, la lanza en el costado, la corona de espinas y la crucifixión.
“Para morir, el novelista Yukio Mishima eligió una muerte de fanático y la muerte más japonesa que pueda imaginarse”. Escribe el profesor de la universidad de Princeton, John Nathan. El 27 de noviembre de 1970 Mishima visita al Jefe de la fuerza de Defensa del Japón. Pocos minutos después salió al balcón y pidió a los cadetes que se levantaran contra la democracia que después de la guerra había privado al Japón “de su ejército y de su alma”. Los soldados no lo escuchaban o se burlaban de él. Entra de nuevo al despacho del Jefe y se hace el seppuku, (el hara-kiri). Introdujo la hoja en el costado izquierdo y la bajó por el abdomen. Hizo la señal y el cadete que está detrás, con la espada le cortó la cabeza. Así murió uno de los mejores escritores japoneses del siglo. Un patriota cumplía con un rito sagrado de honor y sacrificio. El ensangrentado filo de la espada lanzó su último resplandor.
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas del Tánger; creo que no nos dijimos adiós
ResponderEliminarReferencia: El Inmortal, de Jorge Luis Borges