miércoles, 16 de febrero de 2011

Triunfo de la razón (XVII)

Si Francis Bacón abre la puerta, es René Descartes quien entra de lleno a la modernidad. Toda una época, toda una historia queda atrás. Hasta el siglo XVI el pensamiento dependía de fuerzas ajenas al hombre. A partir de Descartes se descubre un pensamiento diferente, sencillo e independiente, que solo procede sustantivamente de la razón y de la conciencia de sí. La teología filosofante cede su lugar a la filosofía. Los hombres hacen una pausa en el camino del pensar y se preguntan de nuevo ¿Qué es la verdad? ¿Tenemos certeza de ella?

Con René Descartes comienza la cultura de los tiempos modernos. Formula un principio general que regula y gobierna el mundo, que surge del hombre mismo y no de la divinidad, por lo menos de una manera directa. El pensamiento parte del pensamiento, de la razón, luz que iluminará la modernidad hasta nuestros días, cuando ésta comienza a agotarse.



“Para Descartes no es verdad nada que no tenga una evidencia interior en la conciencia o que la razón no reconozca de un modo tan claro que excluya toda posibilidad de duda.

Cartesio nació en 1596, en Haye, Francia. Estudió en colegio de jesuitas. Sumamente interesado por todas las ramas del conocimiento humano, literatura antigua, filosofía, jurisprudencia. matemáticas, química, física, astronomía, etc. Sin embargo, repudiaba el estudio libresco, le atraía sobre todo la práctica de las ciencias. Vivió en París, pasó a Holanda, ingresó al servicio militar, combatió como voluntario en la guerra de los Treinta Años. Un filósofo que amaba las armas, cosa poco frecuente. Mas su heroísmo estaba en otro lugar. Hegel dice: “René Descartes es un héroe del pensamiento, que aborda de nuevo la empresa desde el principio y reconstruye la filosofía sobre los cimientos puestos ahora de nuevo al descubierto al cabo de mil años”. (Lecciones de historia de la filosofía. T.III, p.254. F C E . 1955.) Viajó por Alemania, Praga, Polonia, Suiza, Italia. En Holanda permaneció de 1629 a 1644, aprovechando la gran libertad de que gozaba el país, donde escribió la mayoría de sus obras. La Reina Cristina de Suecia lo llamó a Estocolmo donde murió en 1650.

El espíritu de su filosofía es el saber, como unidad del ser y del pensar. Su tesis básica es que se debe dudar de todo y “esto representa evidentemente un comienzo absoluto”. Por ello no es escepticismo sino algo más profundo. El sentido de la duda cartesiana es que debemos renunciar a todo prejuicio, a cualquier premisa que se acepte de antemano como verdadera. La única guía es el pensamiento mismo, buscando un puro comienzo. Nada está firme ni seguro, nada existe con la cualidad de un algo exterior totalmente objetivo. Toda la filosofía anterior llevaba el defecto de presuponer algo como verdadero. Pero para Descartes no es verdad nada que no tenga una evidencia interior en la conciencia o que la razón no reconozca de un modo tan claro que excluya toda posibilidad de duda. Podemos dudar que Dios existe, los planetas, cierto cuerpo que vemos o sentimos, pero no que existiéramos nosotros mismos. Sería contradictorio pensar que no existe aquello que piensa.

Hemos llegado al famoso Cogito ergo sum, “Pienso, luego existo”. El pensamiento es lo primero, es la determinación del ser. El “yo pienso”, envuelve mi propio ser y este es, dice Descartes, el fundamento absoluto de toda filosofía. El pensar como ser y ser como el pensar es mi certeza, mi yo. En “Pienso, luego existo”, se contienen inseparablemente unidos el pensamiento y el ser. Entre ellos hay una identidad, una relación directa e inmediata. No existe ningún intermediario. No hay imagen, ni concepto de lo externo que interfiera y nos pueda conducir al error.

La identidad del ser y el pensar es, según Hegel, la idea más interesante de los tiempos modernos. La conciencia está en primer lugar. Incluso si lo que vemos o pensamos no es real y dudamos de su existencia, hay algo de lo que no podemos dudar y es que estamos pensando y por consiguiente que existimos. El pensamiento es más cierto para mí que el cuerpo. Desde luego que en el querer, ver, oír, va implícito el pensamiento.

De esta manera la filosofía ha recobrado su verdadero terreno. Es la conciencia y solo la conciencia la que nos da la evidencia de la verdad. La “cosa” del yo, de la conciencia, se desdobla en dos substancias, el cogito y la extensión. El pensamiento y el cuerpo. La modernidad ha encontrado lo suyo, lo que más tarde será el espíritu, las ciencias del espíritu o de la cultura y las ciencias de la naturaleza. “El hombre es esa cosa que piensa”.

viernes, 4 de febrero de 2011

“La verdad de las mentiras”

Adiós a las armas, El viejo y el mar, París era una fiesta, son, en mi opinión, las mejores novelas de Ernest Hemingway (1899). En ellas sobresalen  dos de las características principales  del escritor estadoudinense: pasión por la escritura y por la acción. Hemingway pertenece a esa estirpe de escritores que no pueden permanecer quietos en su escritorio, hasta el punto de  gustarle escribir de pié en los mostradores de los bares y siempre andan en busca de aventuras, bien sea en las cumbres del Kilimanjaro, en la guerra civil española o en los mares de Cuba.

Mario Vargas Llosa ha dedicado en su libro La verdad de las mentiras (Alfaguara, 2002) dos ensayos al escritor norteamericano sobre sendas de sus obras: París era una fiesta y El viejo y el mar. Como la inmensa mayoría de los lectores exclama su admiración por este “canto del cisne” que escribió  en Cuba en 1951, cuando hasta los críticos más perspicaces daban como un hecho su irremediable decadencia. Es el relato de una epopeya, la indomable lucha del anciano pescador, Santiago, por capturar un inmenso pez, lo que pone en tensión todas sus fuerzas, hasta lograrlo finalmente. Pero la voracidad de los tiburones convierten su triunfo en una victoria pírrica, que le permite a Hemingway consignar una sentencia inolvidable: “Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”.

La verdad de las mentiras le sirve a Vargas Llosa para sustentar su tesis básica sobre la novelística. Las “novelas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener...”


París era una fiesta (1964), la última  (póstuma) gran obra de Hemingway,  comunica a los lectores el mismo embeleso que sienten los visitantes por esa ciudad, iluminada por su belleza física y el encanto indefinible que flota por todos sus ámbitos.  La fiesta es por la liberación (además de  celebrar vivir en París), cuando los aliados expulsan a las tropas hitlerianas. Es la del reencuentro de los artistas y escritores que han vivido y amado a la entonces sede de la cultura de Europa. Es por el disfrute de un vaso de whisky o de un habano, al abrigo de la noche y escuchando las canciones de moda que no solo hablaban de amores sino de muertes heroicas.

La verdad de las mentiras es la plena prueba del talento y la erudición del escritor sudamericano (Arequipa, 1936) Son cortos ensayos, entre otros, sobre Joyce, Virginia Woolf, Scott Fitzgerald, Faulkner, Malraux, Camus, Nabokov, Tomasi de Lampedusa, Pasternak, Doris Lessing, Böll, Tabucchi. Cantos a la riqueza y el esplendor de la literatura, un alegato elocuente a favor de la lectura de buenos libros, que hacen mejores a los hombres.

La verdad de las mentiras le sirve a Vargas Llosa para sustentar su tesis básica sobre la novelística. Las “novelas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un  deseo insatisfecho”. Su tesis es profundamente revolucionaria: no se escriben las novelas para contar la vida sino para transformarla. Todas las novelas rehacen la realidad, a veces para adornarla y otras para empeorarla. Translucen los más secretos deseos, ambiciones o frustraciones, bien se trate de un escritor realista o del género fantástico.

El autor peruano afirma que la literatura forma ciudadanos críticos e independientes difíciles de manipular, que es sediciosa, subversiva, que hay textos literarios que provocan conmociones   sociales que pueden acelerar las revoluciones, de dichas obras resulta un desafío a lo que existe. Por ello las iglesias y los gobiernos establecen censuras, cuando no persecuciones y confinamientos. Autores como Orwell o Kafka anticiparon las dictaduras totalitarias del siglo XX, “las más refinadas, crueles y absolutas de la historia”. Hoy existe la amenaza de que en el mundo cibernético que comenzamos a vivir se extienda una sociedad aletargada, sin espíritu, una  resignada” humanidad” de robots que habrían renunciado a la libertad.

El premio Nobel 2010 termina su libro con una exhortación a defender la literatura, “esa fuente motivadora de la imaginación y la insatisfacción, que nos refina la sensibilidad y enseña a hablar con elocuencia y rigor y nos hace más libres y de vidas más ricas e  intensas”.