Adiós a las armas, El viejo y el mar, París era una fiesta, son, en mi opinión, las mejores novelas de Ernest Hemingway (1899). En ellas sobresalen dos de las características principales del escritor estadoudinense: pasión por la escritura y por la acción. Hemingway pertenece a esa estirpe de escritores que no pueden permanecer quietos en su escritorio, hasta el punto de gustarle escribir de pié en los mostradores de los bares y siempre andan en busca de aventuras, bien sea en las cumbres del Kilimanjaro, en la guerra civil española o en los mares de Cuba.
Mario Vargas Llosa ha dedicado en su libro La verdad de las mentiras (Alfaguara, 2002) dos ensayos al escritor norteamericano sobre sendas de sus obras: París era una fiesta y El viejo y el mar. Como la inmensa mayoría de los lectores exclama su admiración por este “canto del cisne” que escribió en Cuba en 1951, cuando hasta los críticos más perspicaces daban como un hecho su irremediable decadencia. Es el relato de una epopeya, la indomable lucha del anciano pescador, Santiago, por capturar un inmenso pez, lo que pone en tensión todas sus fuerzas, hasta lograrlo finalmente. Pero la voracidad de los tiburones convierten su triunfo en una victoria pírrica, que le permite a Hemingway consignar una sentencia inolvidable: “Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”.
“La verdad de las mentiras le sirve a Vargas Llosa para sustentar su tesis básica sobre la novelística. Las “novelas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener...”
París era una fiesta (1964), la última (póstuma) gran obra de Hemingway, comunica a los lectores el mismo embeleso que sienten los visitantes por esa ciudad, iluminada por su belleza física y el encanto indefinible que flota por todos sus ámbitos. La fiesta es por la liberación (además de celebrar vivir en París), cuando los aliados expulsan a las tropas hitlerianas. Es la del reencuentro de los artistas y escritores que han vivido y amado a la entonces sede de la cultura de Europa. Es por el disfrute de un vaso de whisky o de un habano, al abrigo de la noche y escuchando las canciones de moda que no solo hablaban de amores sino de muertes heroicas.
La verdad de las mentiras es la plena prueba del talento y la erudición del escritor sudamericano (Arequipa, 1936) Son cortos ensayos, entre otros, sobre Joyce, Virginia Woolf, Scott Fitzgerald, Faulkner, Malraux, Camus, Nabokov, Tomasi de Lampedusa, Pasternak, Doris Lessing, Böll, Tabucchi. Cantos a la riqueza y el esplendor de la literatura, un alegato elocuente a favor de la lectura de buenos libros, que hacen mejores a los hombres.
La verdad de las mentiras le sirve a Vargas Llosa para sustentar su tesis básica sobre la novelística. Las “novelas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un deseo insatisfecho”. Su tesis es profundamente revolucionaria: no se escriben las novelas para contar la vida sino para transformarla. Todas las novelas rehacen la realidad, a veces para adornarla y otras para empeorarla. Translucen los más secretos deseos, ambiciones o frustraciones, bien se trate de un escritor realista o del género fantástico.
El autor peruano afirma que la literatura forma ciudadanos críticos e independientes difíciles de manipular, que es sediciosa, subversiva, que hay textos literarios que provocan conmociones sociales que pueden acelerar las revoluciones, de dichas obras resulta un desafío a lo que existe. Por ello las iglesias y los gobiernos establecen censuras, cuando no persecuciones y confinamientos. Autores como Orwell o Kafka anticiparon las dictaduras totalitarias del siglo XX, “las más refinadas, crueles y absolutas de la historia”. Hoy existe la amenaza de que en el mundo cibernético que comenzamos a vivir se extienda una sociedad aletargada, sin espíritu, una resignada” humanidad” de robots que habrían renunciado a la libertad.
El premio Nobel 2010 termina su libro con una exhortación a defender la literatura, “esa fuente motivadora de la imaginación y la insatisfacción, que nos refina la sensibilidad y enseña a hablar con elocuencia y rigor y nos hace más libres y de vidas más ricas e intensas”.
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