Como es sabido, China se ha
convertido en un gran país; Pekín en una gran ciudad. Hasta hace pocos años
nadie podía imaginarlo. Las veíamos como
naciones y regiones habitadas por millones de personas que vivían en la pobreza
y en la desgracia, sometidas a un régimen de semiesclavitud, asediadas por el
poder de las grandes potencias, irrespetas, humilladas y sin futuro posible. Si
bien gozaban de una cultura milenaria que de todas maneras no dejaba de
asombrar, por encima del atraso y la desigualdad económica y técnica.
A partir del primero de octubre
de 1947 inició el camino de una nación desarrollada y rica, cada día más culta
y poderosa. Las ciudades se convirtieron en
urbes deslumbrantes que hacen pensar en un futuro envidiable. Sin
embargo, el peso del pasado sigue mostrando su cara gris, recordándonos que
todavía falta mucho por hacer y mejorar. Conscientes de lo nuevo debemos indagar
las causas de esos cambios gigantes. La razón principal consiste en la
naturaleza de los cambios políticos radicales: un sistema social ha quedado
atrás. Oriente ha cedido su lugar a Occidente, el Sur al Norte. Nada mejor para
descubrirlos que con el conocimiento de la literatura, que muestra la
profundidad de lo acontecido, a través de la prosa, la poesía, el relato
escrito por los pueblos.
En occidente poco sabemos de la
literatura china, salvo la existencia de sus novelas y poemas clásicos. Pues bien,
las nuevas obras comienzan a escribir esa historia que surge en una época
completamente diferente, inesperada y sorpresiva, incluso extraña, capaz de
extenderse por el mundo, fruto de una energía poderosa, al punto de lograr que
“la visión del mundo cambie” para todos.
Los académicos de los premios
nobel han fijado ya su interés en los nuevos escritores y poetas chinos, en sus
poemas delicados y hermosos, pero también en las dificultades que surgen de
emprender las transformaciones revolucionarias en todos los órdenes de la
sociedad, llamada República Popular China, dirigida por el partido comunista
chino.
El último premio nobel de literatura
(11 de octubre de 2012) fue adjudicado por la academia sueca a Mo Yan,
seudónimo de Guan Moye (1955) autor de las novelas: Densa lluvia en la noche primaveral; Las baladas del ajo; Sorgo rojo;
La república del vino; Grandes pechos, amplias caderas; La vida y la muerte me
están desgastando; Rana y Cambios, la
más reciente y personal de este autor, es una obra autobiográfica en que el
campesino pobre rompe su baja condición social y lentamente va aprendiendo a
escribir hasta convertirse en el gran literato que es hoy.
En los años iniciales del siglo
XX el atraso económico y político eran evidentes después de una larga y prolongada marcha armada que culmina con el
triunfo de la revolución campesina. Las condiciones sociales se van
transformando, desde una pobreza tradicional hasta llegar a los avances que
hemos mencionado. Lo que se ve muy claramente al comienzo de la vida de Mo Yan son
las profundas diferencias de clase, de numerosas categorías: campesino pobres,
obreros mártires, soldados y cuadros revolucionarionarios. Los campesinos
pobres no poseían tierra ni aperos y debían trabajar para otros; los campesinos
promedio podían subsistir por sus propios medios y se dividían a su vez en dos
clases, de las cuales la medio-inferior correspondía a los más pobres. Ambas
categorías constituían las principales fuerzas de la China revolucionaria
rural. Esta clasificación de la población estuvo en vigor durante toda la
revolución cultural (1946-1957).
Luego de la revolución cultural
se inició una nueva etapa de trasformaciones que abrió posibilidades de mejorar
las condiciones económicas y políticas rígidas de la revolución cultural y de las comunas
populares. El predominio y el respeto reverencial a la figura de Mao Tse-Tung
continúan aún hasta hoy. Mao Yan lo describe de la siguiente manera “Lo primero
que hicimos fue ir a la plaza Tian’anmen donde hicimos la cola para
fotografiarnos, luego la cola para visitar el mausoleo del presidente Mao y
rendir homenaje a sus restos mortales. Mientras contemplaba el sarcófago de
cristal, recordé la sensación de cataclismo que había tenido dos años antes al oír
la noticia de su fallecimiento; el desengaño al descubrir que en el mundo no
había dioses. Ni en sueños habíamos creído que el presidente Mao muriera un
día, pero murió. Creíamos que si moría el presidente Mao seria el fin de China
pero llevaba dos años muerto y el país no solo no llegaba a su fin sino que
mejoraba paulatinamente, Se había reestablecido el examen de ingreso a la
universidad, en el campo habían sido anuladas las calificaciones
incriminatorias de ‘terrateniente’ y de ‘campesino rico’, las familias estaba
mejor alimentadas y el ganado de los equipos de producción engordaba. Incluso
alguien como yo podía fotografiarse en la plaza Tian’anmen y ver con sus propio
ojos los restos mortales del presidente Mao”