martes, 13 de julio de 2010

“Campo santo”


El 14 de diciembre de 2001, W.G. Sebald, murió en accidente automovilístico en la ciudad de Norwich, Inglaterra. Había nacido en Wertach, Alemania, en 1944. Recibió el Premio Heinrich Heine por su obra literaria y otro galardón, póstumamente, por Austerlitz, considerado su mejor libro.

“Por ello, había que escuchar atentamente cada susurro del mundo, tratando de percibir tantas imágenes que nunca han encontrado su reflejo en la poesía, tantos fantasmas que nunca han logrado los colores del estado de vigilia”. Tomamos estas palabras del filósofo Michel Foucault, dichas en otra ocasión, para dar una idea del estilo del escritor alemán, cuya obra Campo santo, (Anagrama, 2007), comentaremos  a continuación:

En primer lugar debemos aclarar que el libro fue organizado por Sven Meyer y publicado después de la muerte de Sabald,  aunque los textos son en su totalidad de este. Está dividido en dos partes: breves prosas y ensayos. Los dos primeros relatos “Pequeña excursión a Ajaccio” y “Campo Santo”, son sencillamente perfectos. Se trata de una visita del autor durante dos semanas a la isla de Córcega, patria de Napoleón Bonaparte. La figura del Emperador queda en un segundo plano, aunque está presente en todas las páginas. “Cuanta más sangre corría por los campos de batalla, me dijo aquel investigador belga de Napoleón, tanto más fresca le parecía crecer la hierba”.

Se inicia con la descripción del Museo dedicado a Napoleón, pero sobre todo del ambiente, el paisaje, los habitantes de dicha isla del Mediterráneo. Es todavía una sociedad arcaica, de cultivadores y pastores, de pescadores y ancianos que viven del pasado, cerca del “campo santo”, donde duermen sus antepasados. Sus trajes ajustados y sus sombreros negros, su reposo casi perpetuo, anticipan su pronto ingreso a un mundo de sombras, lo que contrasta con el sol cálido y la luminosidad del mar. “ Obedeciendo a ese extraño instinto que nos une a la vida, di la vuelta y volví a dirigirme hacía la tierra que, en la distancia me parecía un continente extraño”.

Dos de los principales ensayos se refieren a un acontecimiento ocurrido durante la Segunda guerra mundial, que ha sido poco tratado por los escritores alemanes, sus víctimas  y menos aún por los Aliados, los victimarios: los implacables bombardeos a las ciudades alemanas. Sebald considera que ese silencio se debe a que fueron testigos de la terrible destrucción de sus más bellas y populosas ciudades, por parte de oleadas interminables de aviones que arrojaban poderosas bombas, muchas de ellas incendiarias, con las cuales no solo querían destruir el cemento, el asfalto, los puentes, los hospitales y las iglesias, sino romper para siempre la moral de lucha del pueblo alemán. Con la ayuda de Freud, “el investigador de almas”, recuerda que esa clase de recuerdos son imposibles y más aún, hablar de ellos.  Y si a lo anterior agregamos un oculto complejo  de culpa, podremos comprender las  causas de ese silencio mortal.

La indignación, sin embargo, permanece aunque no siempre salga a flote. ¿Por qué no bombardear  solo los objetivos militares y preferir barrios civiles donde los seres indefensos despertaban en medio de las llamas y el ruido aniquilador? Las ciudades se derrumbaban y las mujeres y los niños morían destrozados. ¿Eran culpables o inocentes? No estaban en los campos de batalla. Era la técnica al servicio de la deshumanización del hombre.

 La persistencia de la memoria frente a la muerte es el tema del escritor y dramaturgo alemán Peter Weiss. Signo de su escritura es “mantener el equilibrio entre los vivos con todos los muertos que llevamos dentro”. De alguna manera también somos culpables de las tragedias del mundo. Pero la compasión por ellas no es suficiente. Se convierte en memoria abstracta. Se  requiere una reconstrucción del “momento concreto del tormento”. No basta, pues, solidarizarnos con el dolor. En la descripción de ese itinerario de la tragedia esta el camino de su superación e impedirla de nuevo. Evitar que esa destrucción se convierta en estado de permanencia.


Jean Améry soportó el confinamiento en Auschwitz. Años después de su liberación logró convertir sus vivencias en ensayos, para testimoniar que el mundo imaginado y realizado por el fascismo alemán era el mundo de la tortura, en que el hombre existe solo “destruyendo al que tiene ante sí”. A pesar de algunos temas de este libro que nos muestran el espectro de la muerte, lo leí con la alegría que producen los descubrimientos, el descubrimiento de un gran escritor.


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