miércoles, 1 de diciembre de 2010

En Dublín


El primer libro que escribió James Joyce fue Dublineses, entre 1904 y 1907. A la ciudad y a sus habitantes los vemos vivir en la bisagra de los dos siglos. Son 15 relatos cortos, traducidos al español por el escritor cubano Guillermo Cabrera-Infante. Es la imagen profunda de una gran ciudad, en medio del atraso de la periferia campesina, la Irlanda conservadora y religiosa, pegada a sus tradiciones, fanáticamente creyente en un Cristo dividido en dos brazos enemigos, católico el uno, y protestante, el otro, cuyas manos están heridas por la sangre del odio mutuo. Como se afirma en la contra-carátula, el relato “apunta al hecho de que también el arte transforma el pan de la  cotidianidad en vida duradera y extrae de la trivialidad ordinaria la esencia verdadera de las cosas” y de los individuos.

Casualmente la novela reciente del último Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, El sueño del Celta (Alfaguara. Bogotá. Colombia. 2010), toma sus raíces de Irlanda y sintetiza en su personaje Roger Casement, las virtudes de ese pueblo de sentimientos e ideas tan acendradas.

“Estas lealtades y sufrimientos enlazan la obra de Joyce con los sueños del celta, dispuesto éste a sacrificar su carrera diplomática, su futuro, su vida misma por la independencia de Irlanda...”

El contraste entre las dos obras, escritas con 100 años de diferencia, es enorme. Tranquila y serena (por lo menos en apariencia), la primera, torturada y violenta, la segunda, con episodios históricos sucedidos en tiempos paralelos, contados con la  energía proverbial de la prosa del escritor peruano.

ARABIA. “Su imagen me acompañaba hasta los sitios más hostiles al amor. Cuando mi tía iba al mercado los sábados por la tarde yo tenía que ir con ella para ayudarla a cargar los mandados. Caminábamos por calles bulliciosas hostigados por borrachos y baratilleros […] por momentos su nombre venía a mis labios en extrañas plegarias y súplicas que ni yo mismo entendía. No sabía si llegaría o no a hablarle y si le hablaba, cómo le iba a comunicar mi confusa  adoración. Pero mi cuerpo era un arpa y sus palabras y sus gestos eran como dedos que recorrieran mis cuerdas”.

EVELINE. “Sentada a la ventana vio como la noche invadía la avenida. Reclinó la cabeza en la cortina y su nariz se llenó de olor a cretona polvorienta. Se sentía cansada.”

 Su padre llegó a perseguirla por el yermo esgrimiendo un bastón. Poco después murió su madre . Ahora ella también quería abandonar el hogar paterno. Se iría lejos como los demás jóvenes. ¿Sería un decisión inteligente? Por qué cambiar su casa donde tenía casa y comida. ¿Qué dirían en la tienda cuando supieran que se había fugado con el novio? Luego ella, Eveline, se casaría. No iba a dejarse tratar como su madre. Ya tenía casi 20 años y a veces se sentía amenazada por la violencia de su padre. Frank era marinero y pronto embarcarían para Buenos Aires donde le había puesto una casa. El era bueno, varonil, campechano, seguramente un buen esposo. Llegaron al muelle.

“Una campanada sonó en su corazón. Sintió su mano coger la suya. Ven! Todos los mares del mundo se agitaron en su seno. El tiraba de ella. Se agarró con las dos manos a la barandilla de hierro. Ven! No! No! No! Imposible.  Dio un gran grito de angustia hacia el mar. Eveline! Se apresuró a pasar la berrera, diciéndole a ella que lo siguiera. Le gritaron  que avanzara, pero él seguía llamándola. Se enfrentó a él con cara lívida, pasiva, como un animal indefenso. Sus ojos no tuvieron para él ni un vestigio de amor o de adiós o de reconocimiento”.

Este es el tono de los relatos de Joyce, algunos de ellos verdaderos pequeños cuentos, bellamente escritos, llenos de ternura y de melancolía, tristes como sus vidas dublinesas. Llenos de detalles  que iluminan la ciudad, sus calles, el río, sus hogares, sus tabernas, los trenes, los  coches de caballos. La descripción del carácter del irlandés, es magistral, sobre todo de sus pequeños grandes conflictos, productos de una larga historia accidentada, victimas del alcohol, de fanatismos religiosos y políticos, del nacionalismo, de amigos y enemigos del Papa, de los ingleses, del imperio británico.

Estas lealtades y sufrimientos enlazan la obra de Joyce con los sueños del celta, dispuesto éste a sacrificar su carrera diplomática, su futuro, su vida misma por la independencia de Irlanda y para  denunciar los horrores del colonialismo, cuyos tentáculos llegan hasta la selva amazónica colombiana.


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