Nietzsche ha vivido mucho
tiempo, quizá unos dos mil años, por lo menos esta es su realidad y
su esperanza. Su realidad porque vivió el mundo de su tiempo con una
fuerza intensa, salida de lo profundo y de lo único, de lo que yace
en la pasión y en el deseo, que se manifiesta como el cielo en
tempestad, como las aguas tormentosas. Esperanza, porque anhelaba ser
testigo del tiempo infinito, el que siempre regresa a su base para
continuar su camino. Ese camino interminable que abarca la historia
de la humanidad doliente y alegre, a la vez.
Nietzsche es un pasajero
que goza en el dolor del futuro y en la felicidad de lo eterno. De
esa felicidad que surge de la tragedia que nos alimenta siempre.
El problema que nos han
dejado los grandes filósofos – y Nietzsche lo era - es saber de
verdad qué dijeron los filósofos, cual fue el mensaje de sus
palabras – a menudo enigmáticas - la verdad verdadera de sus
silencios o de las sugerencias. Padeció el dolor, en los breves años
de sus lecciones en la cátedra, en la enfermedad y la locura, en el
viento frío de las altas montañas que le mostraron el
deslumbramiento de la naturaleza y el fuego del pensamiento, que lo
hicieron pensar lo impensable, el grito, el duro choque de las
contradicciones, hasta el punto de revelarnos el eterno retorno de
lo mismo; mejor, de ese instante inexistente porque es parte de la
eternidad. De esa eternidad inhumana que ignora la existencia de Dios
y por consiguiente del cielo y del infierno. Capaz de desenmascarar
la fábula platónica, el falso mundo “verdadero”, donde lo único
real es la sombra de las ideas y la herida que nos lleva a la nada,
pero no la de la muerte, sino de la alegría de la vida que impulsa
el júbilo y el goce.
Carlos Fuentes pocos días
antes de morir se encontró con Nietzsche en la altura del balcón
donde entabló un diálogo literario y confuso, solo alumbrado con la
luz del medio día.
Resulta obvio que el
inicio de la conversación entre dos desconocidos sea vago, extraño,
sin dirección, buscando un punto de encuentro que permita empatar un
pensamiento común. Son diferentes, pero debe existir algo que los
acerque, algo sagrado: la amistad, el más antiguo y noble de los
sentimientos, por encima de la pasión y del amor; quiénes somos,
qué buscamos entre nosotros. Es sin duda el problema de la relación
mutua que no ha llegado todavía pero que puede conducir al rebaño,
a seguirnos los unos a los otros, pero también, la atracción, en
fin, el diálogo. Así se abre la perspectiva del encuentro.
Estamos ante una obra
difícil de encontrar su rostro, de descifrar lo solitario, la
inquietud que envuelve al ser humano. ¿Fuentes es capaz de
interrogar a Federico Nietzsche? ¿Qué simboliza el balcón? ¿Es
la apertura hacia la vida? ¿Es el espacio abierto,
donde penetra la luz, la alegría del pensar? ¿O solo el dolor de lo
trágico de la existencia?
Nietzsche ha producido
algunas de las ideas más poderosas de la filosofía moderna y
contemporánea, que Heidegger sintetiza en los siguientes temas, como
las del eterno retorno de lo mismo, la voluntad de poder, el
superhombre, la transvaloración de los valores, la muerte de Dios,
el nihilismo europeo, la metafísica como la historia del ser. Son
tan fuertes y complicadas que, desde luego, no pueden expresarse en
una novela como la que intentó escribir Carlos Fuentes (Federico
en su balcón, Alfaguara, Bogotá, Colombia 2012).
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