martes, 17 de febrero de 2009

Una Carretera Desolada

Por: José Arizala

En la medida que avanzaba en  la lectura de este libro que describe las orillas de una carretera desolada e interminable, aumentaba mi perplejidad. Carmac  McCarthy, uno de los escritores estadounidenses más destacados de la actualidad, ganó con esta novela La carretera, el prestigioso premio Pulitzer de 2007. ¿Qué se propuso el autor con las apretadas 200 páginas? ¿Dar testimonio de su amor al padre a quien dedica el libro y exaltar los valores filiales, puestos a prueba en la desgracia continua o dejar una aseveración terrible de una sociedad que agoniza?

Algo espantoso ha sucedido, de lo cual no tendremos noticia a lo largo de esta novela. Como si la ira del Dios del antiguo testamento o una explosión atómica hubiera caído sobre una tierra muy parecida a los Estados Unidos de América. Los caminos, los puentes, los ríos, las montañas, las casas, las ciudades, yacen calcinadas, al igual que los seres humanos muertos o quemados por doquier. Incluso algunos que han permanecido vivos han alterado sus instintos hasta el extremo de retornar al canibalismo, o sea, caído al fondo de lo inhumano.

Padre e hijo, éste todavía niño, cuyos nombres ignoramos, sobreviven al cataclismo. Inician su deambular por esa carretera incierta buscando el mar, como si creyeran que la presencia augusta del oleaje interminable lavaría sus sufrimientos. El miedo es el sentimiento predominante en esas vidas truncadas, de principio a fin. No hay pausa ni quietud, solo el temor de ser alcanzados por los “malos” y perecer en sus fauces hambrientas. En ésa escapatoria se encuentran con paisajes que fueron bellos, las granjas, casas suntuosas, cabañas en las colinas, ciudades de altos edificios, gasolineras, etc. La mayoría de los hogares están ahora vacíos y solitarios, salvo las momias que fueron, quizá, un día felices y prósperos. Los supermercados sin gente pero llenos de toda clase de cosas, útiles e inútiles, bellas o grotescas, pantallas de televisión con películas inconclusas, libros y bibliotecas cuyos tomos se deshacen en la humedad y el silencio y búnkeres privados que acumulan y acaparan todo, lo bueno y lo malo, lo dulce y lo amargo.

            Presenciamos una de las escenas más macabras cuando encontramos en un asador el cuerpecito semiquemado de un niño al cual iban a devorar los malos, los hambrientos.


“El fuego, como en las tribus nómadas, propicia con su calor la conversación, el encuentro íntimo de las conciencias que permanecen, como las llamas, vivas y alertas, tratando de vencer la escarcha y el viento.”


            El frío intenso es otro de los personajes de esta triste historia y su contraparte, el fuego, que se alimenta de las ramas secas, de los escombros, al cual se aferra esta pareja errante. El fuego, como en las tribus nómadas, propicia con su calor la conversación, el encuentro íntimo de las conciencias que permanecen, como las llamas, vivas y alertas, tratando de vencer la escarcha y el viento. Pero, también, el otro fuego: “¿Dónde está? Yo no sé dónde está el fuego. Sí que lo sabes. Está en tu interior. Siempre ha estado allí. Yo lo veo”. Es el fuego que siembra el padre en el hijo, quien sufre y teme, pero aprende de aquél su reciedumbre, que el chico convierte en coraje ante la adversidad. En este caso como en la escena griega, triunfa el destino. Se cumple lo inexorable: “Durmió aquella noche apegado a su padre y lo abrazó (…) Se quedó allí sentado llorando mucho rato y luego se levantó y atravesó el bosque hasta la carretera. Cuando regresó se puso de rodillas al lado de su padre y cogió su fría mano y pronunció su nombre una y otra vez”. Y recordó cuando éste le dijo: “No te rindas nunca ¿vale?”.

            La partitura del idioma que utiliza McCarthy es corta, diríamos intencionadamente pobre, pero el virtuosismo de intérprete de que hace gala es sorprendente. ¿Cómo logra este escritor que sucedan las mismas cosas: el frío, el fuego, la lluvia permanente, el hambre, la angustia, la impotencia, el sueño como prólogo de la muerte, sin que podamos apartar esas páginas y lo que resulta más inverosímil aún, con iguales palabras, siguiendo el ritmo de las corrientes oscuras?

            La economía de palabras, el paisaje desolado, el silencio, el vacío, la inminente presencia de la muerte, recuerda a Pedro Páramo de Juan Rulfo y la tenacidad de padre e hijo, sus corajes indomables, a Hemingway, describiendo el tenaz combate entre el viejo marino y el mar.

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