Por: José Arizala
La historia griega es el escenario en que aparece, comienza a desplegarse la democracia. Su territorio es la Hélade; el lugar privilegiado, la lengua entre el Monte Parnaso y la costa azulada del Mar Egeo. Tierra ondulada donde residen los atenienses que construyeron lentamente, por inspiración de sus dioses, la polys, la ciudad, es decir una comunidad que levantó simultáneamente sus casas y murallas y las primeras instituciones que resguardaron el orden de sus vidas.
Su economía agraria se alimentaba sobre todo de los olivares y los viñedos. Estos destilaban en silencio, con la ayuda del sol, sus mieles: el líquido verde que adorna y tornea sus cuerpos, como si la vida fuera una olimpiada eterna y el néctar titileante, que enciende las estrellas del alma en la oscuridad de la noche y sostiene el resplandor de los días, plantas traídas del Oriente cercano y del otro lado del Mediterráneo, donde los Faraones construyen, también ciudades; en esta ocasión, piramidales, con amplias bases y agudos vértices, para las cuales los trabajadores esclavos arrastran y navegan por el légamo y las aguas del río Nilo, las barcazas con las piedras de los monumentos que hoy, tres mil años después, contemplamos.
La democracia griega fue creciendo, organizándose, impulsada por sus más notables políticos y a contrapelo de sus grandes filósofos. Ni Sócrates ni Platón ni Aristóteles, acariciaron la idea del poder popular; al contrario, lo asemejaban al gobierno de los demagogos, lo que obstruía su diseño de un estado ideal dirigido por los sabios Arcontes y encaminado a la realización de metas supremas.
"... en lugar de condenar o encarcelar a los poseídos por la hybris que soñaban en convertirse en dictadores, se los expulsaría de Atenas por un término de 10 años."
Esta no fue la visión de Solón, el gran reformador del Estado griego en el año 590 anterior a nuestra era. Su primera disposición fue la de apartar del gobierno a los políticos que padecían la hybris, la soberbia, la locura, a aquellos que eran solo llamas, capaces de extenderlas a toda la ciudad, carentes de la ponderación necesaria para lograr la estabilidad y la paz y, por consiguiente, de crear un ámbito propicio para la igualdad, la base intangible de la verdadera democracia. Otras de sus reformas fueron: no más cárcel por deudas pues el dinero no puede decidir sobre la libertad de un ciudadano ateniense; los cargos públicos no serían ejercidos solo por la clase aristocrática; podría apelarse al criterio popular para revocar las decisiones del gobernante; dividió la ciudad en cuatro categorías económicas, con el fin no de restringir sino de ampliar la base del gobierno y de sus decisiones; fortaleció el principio de constitución, de respeto a las instituciones sobre los individuos.
Crístenes, en el 508 antes de nuestra era, se enfrentó por primera vez en la historia, a los aristócratas, con el apoyo del pueblo ateniense para exigir más democracia. Se inventó la institución del ostracismo, que si la miramos por el lado positivo, significó un avance, pues en lugar de condenar o encarcelar a los poseídos por la hybris que soñaban en convertirse en dictadores, se los expulsaría de Atenas por un término de 10 años.
La democracia griega fue conformándose y acercándose al ideal de isonomía, el de igualdad jurídica, pero también social, en medio de avances y retrocesos, de gobiernos tiránicos y guerras imperialistas, que finalmente la condujeron a la decadencia. Democracia imperfecta, desigual, ciertamente, donde eran excluidos las mujeres, los metecos, esclavos, extranjeros e incluso, en ocasiones, algunos opositores políticos y filósofos impíos, que constituían entre todos ellos la mayoría de la población. Sin embargo, democracia paradigmática vista a distancia, inspiradora en los tiempos modernos de un gobierno del pueblo y para el pueblo.
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