Por: José Arizala
La cuestión racial ha jugado un papel muy importante en la historia de los Estados Unidos de América. Desde que los naturales del continente africano comenzaron a llegar a su territorio, traídos por los comerciantes en seres humanos que los capturaban en sus lugares de origen, para convertirlos en esclavos de las plantaciones de los Estados del sur, se produjeron agudas tensiones sociales que desembocaron en una guerra civil. Derrotados los partidarios de la esclavitud, las tensiones no cesaron, sino que se prolongan por decenas de años. Siguió una guerra no declarada entre blancos y negros. Tras una dura lucha por los derechos civiles los afroamericanos lograron avances hacia la igualdad que poco a poco se han venido consolidando.
El pueblo norteamericano, heterogéneo en todo sentido: multinacional, plurirracial, plurirreligioso y desde luego, pluriclasista, se plantea con fuerza el tema de la libertad. No solamente porque los “padres fundadores” escogieron la libertad de creencias al abandonar los países europeos, sacudidos por los enfrentamientos religiosos, sino también por el peso del conflicto como consecuencia de la esclavitud. En la antorcha símbolo de la libertad del puerto de New York, también quedan llamas de la guerra de Secesión (1861 – 1865). Desde entonces los conceptos de libertad-esclavitud se enfrentan en el imaginario de los estadounidenses, contribuyendo a decidir sus instituciones y su política exterior.
La elección de Barack Hussein Obama como primer presidente negro de los E.E.U.U. parece indicar el final de esa larga guerra racial. Pero sería ingenuo creer que se trata de un conflicto solamente racial. Su base es económica y, desde luego, cultural. ¿Para qué “importar” a los africanos y convertirlos en esclavos? Obviamente no para diversificar el espectro racial, religioso o musical del “nuevo mundo”, sino para explotar su fuerza de trabajo esclava. Enriquecerse a bajo costo, amasar inmensas fortunas y gozar de un nivel de vida espléndido. Afortunadamente el creciente desarrollo tecnológico, mas la resistencia de los esclavos a su humillante condición, la actitud amistosa de muchos blancos, permitió cambiar las relaciones de producción y lograr un gran desarrollo económico que transformó al esclavo en obrero, al amo en empresario, al terrateniente en cliente de la bolsa de valores.
“La vigorosa lucha de Barack Obama adquirió una forma original, si exceptuamos la del Dr. King. No exacerbó el odio racial. Al contrario, aparentó no darle importancia.”
Ese hombre que surgió de la oscuridad para convertirse en presidente de la mayor potencia del mundo actual, ha escrito su autobiografía, reclinado en los sueños de su padre africano. Pero no se trata del autobombo del candidato presidencial, ni siquiera del candidato a senador por el Estado de Illinois, sino del modesto director de una revista de leyes. “Lo que se ha abierto camino a través de estas páginas – escribe Obama – es el relato de mi viaje interior: un joven en busca de su padre y a través de esa búsqueda, del auténtico sentido de su vida de americano negro”.
Hijo de una norteamericana blanca como la leche y de un padre negro como un tizón, de Kenya; no olvidemos, el lugar donde nacieron los primeros hombres que se dispersaron por toda la Tierra. Sus abuelos y tíos, hermanos y primos, todavía hacen parte de una tribu. El resultado, dice Obama con ironía, “es que a ciertas personas les cuesta trabajo aceptar tal y como soy (...) ya no saben quién soy (…) hacen cálculos sobre mi turbación interior (la mezcla de sangre, el corazón dividido, la tragedia del mulato atrapado entre dos mundos)”.
Ese mulato norteamericano vive de niño en Hawai e Indonesia (país musulmán). Su padre que ya se ha graduado en los E.E. U.U. regresa a su patria, “a cumplir su compromiso con África”. Muere en un accidente automovilístico, sin dejar obra distinta a la de haber engendrado a ese hijo, quién estudiará en Harvard, la más exquisita universidad de su país. Allí brillará como una estrella de la facultad de Derecho. ¡Qué extraña historia personal, como la de un jugador que con un solo dólar se gana todos los premios de la ruleta! Alguien le dice un día: “Después de todo, usted no parece de una familia marginal”.
La vigorosa lucha de Barack Obama adquirió una forma original, si exceptuamos la del Dr. King. No exacerbó el odio racial. Al contrario, aparentó no darle importancia. Situó el problema en un territorio común: “todos los hombres somos iguales”. Quién lo niegue no es un criminal, sino un tonto, fuera de su tiempo, de nuestro mundo. Eso lo aprendió de su padre. Con dicha táctica logró que los blancos se relajaran, atenuaran sus prejuicios contra los negros. Aceptaran el legítimo derecho de estos a viajar en el mismo bus, a sentarse en la misma banca. Finalmente sería esa banca la que él ocuparía en la sala oval, en Washington.
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