Por: José Arizala Posso
El hombre ha sido siempre el mismo en la medida en que vive y cambia. Es el ser que se modela a sí mismo en el ámbito del mundo humano. Un mundo propio que ha construido en el tiempo, producto de un impulso que surge de sí mismo, a través del sentir y del pensar. Las generaciones, primero, las épocas después, muestran la naturaleza de esos hombres forjados en el recorrido del existir.
Hay un momento privilegiado en la historia: el Renacimiento Italiano. La modernidad ha llegado, el hombre nuevo ha llegado. En esos mismos lares mil años lo separan del hombre antiguo, de Atenas y de Roma. El prototipo de ese hombre renacido es Nicolás Maquiavelo.
Florencia, el puente “Viecco” que medita sobre el agua que fluye en el Arno, el palacio “Viecco”, que guarda el pasado grandioso, las torres que dialogan con el viento que viene de lejos, de la Academia Platónica, la cual celebró aquí su tercera sesión luego de Atenas y Alejandría.
Desde los tratados de Aristóteles sobre La política y la Etica en el siglo III a.C, na-da semejante se había leído hasta el siglo XVI cuando se publicó El príncipe de Maquiavelo. La reflexión sobre el Estado, sus instituciones, la conducta, la moral, la ética, la templanza, la prudencia en la mente filosófica profunda del griego, cede lugar al conocimiento minucioso del quehacer humano ligado a sus emociones e intereses, del florentino inmortal. Nadie como él ha conocido tan lúcidamente el vínculo entrañable que une a los hombres con el Poder. Ha expuesto con pluma elegante y discreta las interioridades del mando y de la obediencia, del dominio y de la entrega, del gobernar y del sometimiento al mandato del Príncipe y de la Ley.
¿Cuál es el punto decisivo de Maquiavelo?, ¿qué es lo que nos hace recordarlo una y otra vez cuando hablamos de lo que ha ocurrido u ocurrirá? Maquiavelo desvela el secreto de la historia. Hasta entonces los sucesos humanos estaban asistidos por los dioses. Maquiavelo descubre que es el hombre el verdadero protagonista de ellos, con la ayuda de la Virtud y de la Fortuna. La Virtud es el actuar del hombre, la fuerza de su carácter, el juicio claro de su mente, el coraje de su audacia. La Fortuna, la presencia no de la providencia, sino del azar, del sí y del no, de lo aleatorio, esquivo, que llega a ser o se escapa, que nos eleva o arrastra al abismo. Somos también frutos del creer y del tal vez.
El hacer que también incluye el no hacer, lo inescrutable, la sorpresa que nos espera, son fuerzas y tendencias del mundo material. Sí, es verdad, Maquiavelo menciona a Dios, pero es un Dios espectador que ve imperturbable el deambular del hombre y de los pueblos, que no interviene, que no decide, que deja hacer, que no se conmueve con el pedido humano, producto del dolor y la desesperación, quizás porque es impotente ante el juego de dados del universo, tal como lo sugiere en sus libros políticos e historiográficos en que expone con mayor hondura sus pensamientos.
Las ideas centrales de Maquiavelo lo lanzan a la modernidad: el conocimiento concreto de la realidad social, es decir, la identificación de los problemas auténticos de la vida cotidiana y la necesidad de construir la nación, unir fuerzas para constituir un poder decisivo en el concierto de los Estados y de los pueblos. Ideas básicas de una ideología que comienza a formular la nueva clase dirigente, la de las ciudades mercantiles y manufactureras italianas, que pronto competirán con Amberes, Flandes, Hamburgo, Liverpool, entre otras. Nociones que harán de Maquiavelo un adalid por la creación de un Estado con instituciones propias, contar con un ejército permanente, apartando a los condottieres, militares sin patria y sin ley diferente de la paga.
Maquiavelo no fue un sociólogo ni un economista, ciencias apenas en formación para la época, pero sí un político y sobretodo un teórico de la política. La política es una síntesis de la filosofía y de la economía y de la situación social concreta, además, contiene la experiencia histórica de un pueblo. Hay intelectuales que expresan el rico contenido de la época como un todo. Ellos conducen, señalan a los otros los caminos, porque están orgánicamente unidos a su pueblo y a su tiempo. Maquiavelo es el intelectual orgánico de Florencia y del siglo XVI de Europa. El adelantado de la burguesía europea que entonces consolida su fuerza e influirá cada día más en la cultura del continente.
Sin el capitalismo naciente de las ciudades itálicas Maquiavelo no habría existido. Dibujó como nadie el mapa de las fuerzas y tensiones de una sociedad que despierta con el comercio y extiende sus límites hasta donde se conjugan y enfrentan los intereses particulares, pero que se concentran, en medio de alianzas y pugnas, en el poder político; en este caso de la Señoría de Florencia, umbral del régimen republicano, desconocido en la Edad Media.
Algo que asombra cuando leemos a Maquiavelo es su sentido de la realidad, de sus circunstancias y su tiempo, lo que le permite descubrir el entramado que existe entre esa realidad política y social y el gobierno, la lucha de los partidos y de los estamentos sociales, del clero, la nobleza y la plebe, de los productores, comerciantes y navegantes de Venecia, Génova y Nápoles, Florencia.
Maquiavelo pertenecía a una familia urbana de clase media, propietaria de una pequeña finca en las afueras de Florencia, pero ligada por el lado de su padre a la burocracia del Estado florentino y a las familias reinantes. Fue escogido como Secretario de la Cancillería de Florencia después de superar concursos y debates. Permanecerá en él catorce años. Pero no pasará de ese límite. Pierde el puesto y debe dedicarse a las labores del campo para ganar la congrua subsistencia y la de sus hijos. Sin embargo, su enorme talento, los viajes a los países vecinos en labores diplomáticas, su dedicación al estudio de los clásicos griegos y latinos, le mostraron las verdaderas razones de las acciones humanas y los fines materiales e individuales que se esconden tras las palabras y las maniobras políticas. Con esa riqueza intelectual y cultural construyó su obra. Pero el juicio de Maquiavelo no es un juicio moral sino político. Este es el momento en que nace la política en su forma prístina, con su propio rostro y condición. Así como ha apartado la política de la religión, ahora la separa de la moral.
Maquiavelo no niega la moral, sigue creyendo en los principios morales formados por la comunidad civilizada durante centenares de años, no desconoce ni el bien ni el mal. Simplemente cree que estos principios tienen una vigencia limitada, parcial, en el mundo de la política y del Estado. Lo que le permite distinguir entre la moral particular y la moral pública. No es lo mismo servir los intereses verdaderos del Estado, que los intereses individuales; la conveniencia pública, que la conveniencia privada. Estas condiciones significan un gran paso al conocimiento de lo que Hegel tres siglos después llamará “la sociedad civil” y la “eticidad” del Estado, fuente del derecho institucional y de la filosofía política de la modernidad.
Maquiavelo aporta una nueva categoría a la política: la del “Nuevo Príncipe”. Este es el fundador del Estado, el creador y ejecutor de nuevas formas de gobierno. Es el personaje de la modernidad. El príncipe capaz de romper con el pasado, porque ha accedido al poder viniendo del seno del pueblo, quizás de la pobreza o de la exclusión social. El pasado, la tradición, está presente en su entorno, pero en este príncipe existe un espíritu nuevo, visionario, imaginativo, deseoso de cambios y de transformaciones no sólo para sí, sino para el goce de su gente, de su pueblo, de los súbditos del nuevo Estado.
La obra El príncipe está dedicada al Nuevo Príncipe, aquél que no ha heredado el trono, que sus padres y abuelos no forman parte de la nobleza y que no es la pie-za maestra de una sociedad de antiguos poderes y privilegios. Por ello, incluso a su pesar, debe estar dispuesto al uso de la astucia y de la fuerza para permanecer en el poder. Al Nuevo Príncipe nada le viene del antiguo respeto y la obediencia que merecen los nobles y sus antepasados. No cuenta a su favor sino con su inteligencia, su audacia y su valor personal. Sin embargo, debe legitimar su mandato con la práctica que podríamos llamar de ética estatal, su gestión debe velar por sus gobernados, y hasta donde le sea posible, defender sus bienes y merecimientos. El provecho personal del príncipe está excluido de la república maquiavélica. Sólo el logro del bien colectivo justifica la transgresión de la ley o de las instituciones. Los fines supremos del Estado están por encima de los medios para alcanzarlos. No he encontrado en El príncipe la expresión literal de que “el fin justifica los medios”, pero sin duda el sentido de la exposición de Maquiavelo lo indica claramente. No obstante dicha idea debemos colocarla en el contexto de su ensayo. Se refiere no a cualquier fin sino a aquellos que condensan los intereses generales, los dirigidos a favorecer la conveniencia su-prema de la república, lo que se ha dado en llamar “razón de Estado”.
La misión suprema del príncipe es la de construir el Estado, la de impulsar la so-ciedad, enriquecerla con el desarrollo del comercio y de la industria, fortalecer sus fuerzas armadas, contar con una diplomacia hábil que saque provecho de las alianzas y conflictos entre los Estados vecinos y lejanos.
Su estrategia, su ideología, es desde luego ambigua. Fines altruistas pero en la práctica pugna despiadada por los intereses económicos, y a veces, métodos sórdidos. Maquiavelo es portador de una nueva concepción del mundo surgida entonces: la de la burguesía.
Simultáneamente a su vida ocurría en el siglo XV el inicio de un movimiento en la conducta y en el pensamiento que no haría sino acrecentarse y fortalecerse hasta el punto de convertirse en el fundamento de la modernidad. Me refiero al individualismo y al racionalismo: la personalidad comienza a dibujarse en el gris cuadro del Medioevo tardío. La figura humana como en el fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, se va colocando a la altura de Dios. Al lado de los nombres de los reyes y de los papas, surgen los de los capitanes de ejércitos, de los inventores, de los poetas, escritores y pintores que despliegan una nueva forma de la belleza terrenal, de colores vivos en la profundidad de la perspectiva.
Una pléyade de nuevos filósofos descubre una realidad desconocida que se pue-de sintetizar en el Eureka de Descartes: “pienso, luego existo”, es decir, la fluidez del pensamiento y la fluidez del mundo en que éste existe; el cogito y la extensión. Sobre esta diferencia Galileo diseña la nueva ciencia que llegará a dominar el mundo y a los hombres, a través de la técnica y de su producto, el mercado. El crecimiento de la producción mercantil transforma al mundo, impulsada por los increíbles descubrimientos marítimos de nuevos continentes, entre ellos el descubrimiento de América, el más importante de la historia universal. Comienza a acumularse el capital, gracias a la producción de mercancías en los talleres y del ingreso del oro y la plata de las Indias Occidentales.
Maquiavelo es testigo y estudioso de estos acontecimientos que lo convertirán en uno de los intelectuales de la era moderna. No sólo es escritor, poeta, ensayista, dramaturgo, filósofo, historiador, político, burócrata, pequeño empresario agrario, sino todo esto a la vez, a la par que su dedicación principal consiste en reflexionar para el consumo y provecho de sus contemporáneos. Sus libros siguen leyéndose y su nombre se repite más ahora que durante su existencia. Vive para pensar sobre sí mismo y la sociedad, partiendo del modo de ser del mundo que lo rodea.
El Príncipe Moderno no debe ser otra cosa que el individuo, mejor, el sujeto, en acción. Como Cesar Borgia, que crea y destruye las conspiraciones que lo acer-can o alejan del poder, que es aceptado u odiado por los súbditos, que no es objeto de los acontecimientos sino que los impone y dirige, el verdadero artífice de la obra en que Dios está ausente.
A diferencia de la escolástica todavía predominante, que proclamaba el origen divino del poder y por consiguiente el sometimiento del Estado a la Iglesia, Maquiavelo se pronuncia por lo contrario. Así como el Estado debe contar con un ejército propio, nacional, la Iglesia, en este caso la cristiana, debe estar subordinada al Estado. Prueba de la claridad con que Maquiavelo veía el ámbito del poder estatal y su papel en la sociedad post-feudal que se abría en Florencia y otras ciudades europeas. Escribe El príncipe con un objetivo muy preciso: obtener de nuevo los favores del gobernante, para regresar a ocupar cargos en el gobierno de Florencia, pero desde luego el libro va mucho más allá; resultó un tratado sobre la Política, que si bien no es aplicable al pasado medieval, sí lo es a partir de la era moderna hasta nuestros días; por ello algunos autores le dan el calificativo de una obra científica. Pero también ha sido llamado un manual de la arbitrariedad y del despotismo. En realidad lo que el autor reclama al príncipe es el conocimiento de “las virtudes y defectos de la imperfecta naturaleza humana” y actuar en consecuencia para el ejercicio y la permanencia en el poder. El príncipe debe buscar ser amado por la población pero, en el caso de que la búsqueda de ese sentimiento ponga en peligro su liderazgo, no debe temer ser rechazado por aquélla. Maquiavelo no tenía una buena idea de la naturaleza humana; los hombres son “ingratos, hipócritas, inconstantes e interesados”, pero no se trata de un juicio moral de su parte sino de la constatación de hechos objetivos corroborados en la vida práctica y en los sucesos de la historia. Existe un doble juicio sobre la naturaleza humana: quienes destacan su maldad e imperfección, como ocurre en Maquiavelo y Hobbes y quienes afirman sus nobles condiciones como Locke y Rousseau. Sin dejar a un lado a quien se coloca en lugar intermedio, como Inmanuel Kant, que confía en su mejoramiento continuo, pero no desconoce que es semejante a una rama torcida.
Resulta extraño que Maquiavelo sostenga que el príncipe no tema ser temido. El miedo es algo terrible porque enajena, enloquece a su víctima, lo obliga a hacer lo más horrendo. El escritor Elías Canetti dice: “No quiero infundir miedo alguno. No hay nada en el mundo de que me avergüence tanto. Es preferible ser despre-ciado que temido”.
Me he detenido brevemente en el miedo porque en el mundo actual no hay senti-miento más extendido que éste: “tener miedo a…”, destinado a paralizar la rebeldía, la legítima defensa de la vida y del pensamiento hasta el punto que podríamos caracterizar nuestro mundo como el reino del miedo.
Como lo indica el título de una premiada biografía del político florentino: Maquiavelo en el infierno, éste siempre ha estado allí y solo en los últimos años ha empezado a salir de él, en la medida en que la problemática de nuestro tiempo ayuda a la plena comprensión de sus tesis y de su experiencia política. Ya en el siglo XIX, su gran filósofo, Federico Hegel, inició la reivindicación de este gran pensador político que fue más allá de las circunstancias y formulaciones ideológicas de su tiempo.
Quisiera mencionar el aporte del gran teórico marxista del siglo XX, italiano tam-bién, Antonio Gramsci, quien afirmó que los partidos comunistas que se proponen construir no sólo un nuevo Estado sino una nueva sociedad, son en nuestros días la encarnación colectiva del “Nuevo Príncipe”.
Maquiavelo vivió en el filo de los siglos XV y XVI (1489 – 1527), siglos de un nuevo comienzo para la humanidad. En la edad media a partir del aquitanense en el siglo XIII, comenzó la reflexión sobre la monarquía de origen teocrático. Maquiavelo se enfrenta al reconocimiento no solamente de los estamentos y jerarquías de la sociedad, sino del Estado mismo muy bien representado entonces por la república de Florencia. La sola utilización del término Estado, que había desaparecido de la literatura política durante mucho tiempo, demuestra la novedad de su pensamiento.
Como lo anoté en mi librito sobre la filosofía del derecho, Maquiavelo demuestra una comprensión de las fuerzas que conforman el Estado, sus móviles, objetivos, el carácter del político, el arte y la ciencia del gobierno, las relaciones del príncipe con sus enemigos, los deberes del gobernante con el pueblo, la creación del ejército nacional y de la nación, convirtiendo en un apasionado deber la unidad de las ciudades y pequeños reinos de la península, para la creación de un gran país y una gran nación italiana.
Contrariamente a lo que se dice con superficialidad, Maquiavelo en El príncipe y en su Discurso sobre la primera década de Tito Livio le da gran importancia al derecho y a la creación de una completa y clara normatividad para la conducción y el ejercicio del gobierno. Maquiavelo fue también un filósofo del Derecho. La modernidad es la época de la formación de la iusfilosofía propiamente dicha, cuando el derecho natural recibe la paulatina influencia del racionalismo. Un paso decisivo en la formación del derecho moderno. El florentino logra desprenderse de creencias antiguas y prejuicios, desnuda al Estado y trata de encontrar sus resortes más íntimos. El Estado que él concibe es un Estado laico, independiente de la iglesia y sin tutela divina. Debe poseer una alta personalidad moral.
Hay aspectos malévolos en la práctica del pensamiento maquiavélico sin duda, pero… es sólo un aspecto de su concepción política y social. Nos atrevemos a decir que el saldo es favorable a la vida pública.
Maquiavelo es lo que podríamos llamar hoy un escritor comprometido con su propio proyecto político, el cual sintetizamos diciendo que busca fortalecer el poder y la creación de una gran nación en la cual ocuparía lugar prominente su ciudad. Sin embargo, dado su precario estatus político y social, habla por los demás, tra-tando de interpretarlos, es decir, usa sus voces para que se escuche la propia.
La recopilación Maquiavelo en Colombia, editada por la universidad Sergio Arboleda en 2007, la encabeza un serio estudio de Iván Duque Márquez, abogado y politólogo perteneciente a las nuevas generaciones colombianas, trabajo que muestra su vocación intelectual y política. Duque Márquez ha tenido la feliz idea de rescatar para la imprenta el Nicolás Maquiavelo de los colombianos, la imagen y las dimensiones intelectuales que tenemos de éste, elaboradas por nuestros compatriotas desde las diferentes esquinas del pensamiento. Frailes, gnósticos y ateos dan su elocuente y a veces sabio testimonio de la vida y obra del príncipe de las letras italianas, sin olvidar las circunstancias de la Italia de entonces que Duque Márquez resume así: “Estados conquistados, incipientes repúblicas, ciudades regidas por los dictámenes eclesiásticos, principados heredados, eran la constante en un país atomizado”.
El príncipe fue publicado en 1532, cinco años después de la muerte del autor. No sólo ha tenido muchos lectores sino que importantes personajes estamparon en sus bordes comentarios profundos. Tal fue el caso de Napoleón, de Voltaire, Fe-derico El Grande y muchos otros, para no hablar de los tratadistas y analistas de la política y del Derecho. Es posible que Maquiavelo al escribirlo no haya pen-sado en el gran público. El tono menor que utiliza y los asuntos tratados tienden más al consejo y a la confidencia, que al deseo de producir escándalo. El autor de la recopilación que comentamos trae interesantes anotaciones de los personajes mencionados arriba, algunos de ellos con duras críticas para el florentino.
Maquiavelo, recuerda Duque Márquez, vivió en una época de laxitud moral. En su ensayo introductorio dice que “la Iglesia estaba carcomida por la corrupción, la legalidad era flexible y acomodaticia al igual que la ética y la moral. La ‘razón de Estado’ y la aplicación de gobiernos fuertes eran conceptos necesarios para la preservación de la estabilidad y la gobernabilidad”.
El de Iván Duque Márquez es el ensayo más completo de los que conforman la compilación. Muestra con claridad y agudeza las facetas de un talento tan variado como el de Nicolás Maquiavelo. Como afirma Federico Chabod, Maquiavelo tiene la capacidad de observar desde fuera la actuación de los hombres, así como la de esculpir sus caracteres esenciales.
Duque Márquez termina su ensayo mostrando una visión moderna de Nicolás Maquiavelo, es decir, espulgada de las mayores tergiversaciones y prejuicios del pasado sobre su pensamiento y conducta y reflexiona sobre los ensayos recogi-dos de nuestros compatriotas.
El poeta Luis Vidales, uno de los primeros colombianos en escuchar el sonido de los timbres de la revolución de octubre en Rusia, le dedica a Maquiavelo un artículo en el cual subraya las características de su estilo literario que compara con un ser vivo: “Un prosa de poros abiertos como una piel” ajena a la lujuria especulativa de la palabra, que nos conecta al “ritmo – universo”. Es decir, que el estilo de Maquiavelo hace parte de la armonía universal, en el que hombre, época e idioma, se unen como una constelación digna de un sistema planetario. Éste esgrime en la mano más que una pluma, un instrumento de precisión, tan claro y magro, tan lúcido y exacto es su lenguaje. Vidales compara el tiempo de Maquiavelo con el nuestro en que “el mundo se halla al comienzo de la más basta y profunda revisión de todas las corrientes del pensamiento acumulado en la historia. Llega otra vez la época de los ‘enciclopedistas’. Ayer la razón, hoy la dialéctica”.
Resulta una grata sorpresa leer el ensayo de los frailes Luis Alberto Alfonso y Gabriel Flórez Arzuyuz. Se trata de un análisis brillante, profundo, bien escrito, que expone el verdadero pensamiento de Maquiavelo donde están ausente los ataques que le hace por ejemplo el prócer civil conservador Marco Fidel Suárez, aunque en prosa cristalina y elegante.
Francisco Posada escribe el ensayo más denso y esencial del libro porque se refiere a lo más hondo. También es el texto más polémico. Se enfrenta al problema filosófico principal que plantea Maquiavelo. Éste da un paso importante para el inicio de la ideología liberal, mas, al mismo tiempo, golpea la tesis sobre la cual el liberalismo levanta la concepción política con la cual espera gobernar el mundo y por consiguiente a embridar los acontecimientos a su favor.
Maquiavelo destaca la dinámica social, las libertades que se merecen los pueblos, el tener buenos gobernantes, ser dirigidos sin opresión, aparte de la religión y de sus jerarquías, enfrentándose así al reciente pasado teocrático, a las castas de la nobleza y el clero, pero simultáneamente comprende que todo esto no puede lograrse exclusivamente a través de la libertad y de la justicia, al someti-miento ciego a la ley y al orden establecido.
“Maquiavelo jamás olvidó que toda política se remite ineludiblemente a fines”, afirma Posada. Y que esos fines no son simplemente declarativos o abstractos. El “bien común”, por ejemplo, ¿es igual para el campesino, para el príncipe o para el arzobispo, están hablando de lo mismo, les corresponde por igual, se trata de la misma ley que busca el mismo fin? La historia le enseñó al florentino que su discurrir establece prioridades, “que el bien común puede dejar de serlo, que el curso del tiempo borra de modo insensible el lindero entre derecho y prerrogativas, entre derecho y abuso”.
Maquiavelo ya no piensa solamente de acuerdo con la forma lógica, escolástica, sino con una dialéctica espontánea que se irá abriendo campo en la mente del hombre moderno. Hay procedimientos políticos que parecen opuestos a los fines, a las metas propuestas, pero una vez logrados ¿es posible retroceder al estado anterior y decir que el medio era injustificable en virtud de la naturaleza del fin? Todo lo contrario, ahora parece como si hubiera sido el mejor de los medios posibles.
Maquiavelo contradice la tesis liberal de que “el uso de un medio impropio destru-ye las posibilidades del fin”. ¿Qué es el bien, qué es el mal, acaso del mal no puede surgir el bien o viceversa? Ninguno de los dos es absoluto. La realidad y la verdad están divididas en grados, son relativos, el uno se transforma en el otro. Posada hace una observación aguda: “Maquiavelo fue un adversario de las utopías”. La política que desborda los límites lógicos de la realidad, de lo presente, de lo inmediato y razonablemente posible no tiene el menor interés. Lo ideal solo cabe en función de lo real. Es el comienzo del pragmatismo de la sociedad más “materialista” que ha conocido la historia: el capitalismo.
La política no excluye a la violencia. Según Maquiavelo es consustancial a ella. El Estado es violencia, la actividad política es dominio y sujeción. El político que desprecia el arte de la guerra está predestinado a perecer. La fuerza del derecho es la del poder. El derecho es una de las formas de plasmar los fines que se propone un grupo de hombres cuando asume los riesgos de dirigir una sociedad. Educación y coacción al mismo tiempo, sostiene Posada. Por ello podemos hablar de “la teoría más revolucionaria de ese momento: la dictadura nacionalista y popular de Maquiavelo”, trasladada a la del Nuevo Príncipe. Sin embargo, en una carta a un amigo confiesa: “¿por qué se me considera culpable de herejía o indiscreción por preferir la república a la monarquía?”.
Para Maquiavelo lo nuevo surge de la lucha de intereses concretos y contrapues-tos que imponen inevitablemente la utilización de la fuerza, de la violencia. Si queremos verdaderamente esos fines debemos estar dispuestos a utilizar la fuerza del león y la astucia del zorro, quebrar la ley que beneficia los poderes antiguos, no para lograr nuestro goce, sino el del pueblo que espera la decisión consecuente del Nuevo Príncipe, por ello se requiere la intervención de ejércitos populares, nacionales, dispuestos a combatir por la patria, por la nación y por consiguiente por los florentinos y los italianos.
Algunos han afirmado que tales ideas y procedimientos conducen a la dictadura y al totalitarismo e incluso se atreven a decir que Maquiavelo es un antecedente del fascismo. ¿Están la libertad, el derecho y la moral por encima de todas las cosas?
Francisco Posada es uno de los pensadores importantes de nuestro país, de una sólida formación filosófica, en buena parte influida por el marxismo. Sus libros sobre la revolución cubana, el papel de la violencia en la sociedad colombiana, el desarrollo del marxismo latinoamericano y el futuro de la izquierda se encuentran plenamente vigentes.
Jorge Padilla, periodista y político de la república liberal, escribe una lírica sem-blanza de Florencia, la ciudad de Maquiavelo, de los Borgias y los Médici, príncipes y papas, ricos y lujuriosos y también la de Fray Gerónimo Savonarola (1452 - 1498), el terrible dominico que truena contra el placer y la riqueza. Desde el púlpito grita: “¡oh Florencia no eres más que un pedazo de carne con ojos. Malditos sean los libros inútiles. Maldita sea la vanidosa belleza. Maldita sea la falsa ciencia. Maldita sea la alegría!”. Pero serán esas mismas llamas a las que condena todo lo alegre las que destruirán su cuerpo en la hoguera por hereje, como otros tantos, víctimas de sus propias palabras. Fue la contraparte de Maquiavelo: la lucidez de éste contra las tinieblas de aquél, de la tolerancia contra el fanatismo, el respeto a los clásicos de la filosofía y la literatura, contra el sometimiento esclavo a los dogmas de la fe en Dios. Maquiavelo observa al profeta Savonarola que llegó a dominar la república florentina pero que fue derribado. “Todos los profetas armados vencieron y todos los profetas desarmados fueron vencidos”.
Padilla evoca su existencia en San Casiano. La época dorada de Maquiavelo ha pasado. Solo le quedan las labores domésticas en su rústica finca heredada no lejos de la ciudad espléndida: “Así llega la hora de almorzar y tomo los alimentos que me permiten mi pobre mujer y mi magro patrimonio. Regreso a la posada y me encuentro con el posadero, un carnicero, un molinero (…) regreso al hogar al anochecer, me despojo de los rústicos atavíos cubiertos de lodo y me pongo traje de Corte. Así, honorablemente vestido, entro en las Cortes de la antigüedad”. Es decir, a dialogar con el Dante, Petrarca, Ovidio y los filósofos, en su biblioteca de San Casiano, cuenta Nicolás en una carta a su amigo Francesco Vittori. Pero tiene tiempo para reír y hacer reír. Escribe una de las mejores comedias de la lengua italiana: La mandrágora, que los teatreros colombianos han representado muchas veces.
Cierra el ciclo de los ensayos el de Alfonso López Michelsen, quizás el político colombiano que mejor conoció a Maquiavelo en la teoría y en la práctica. El más moderno de nuestros contemporáneos. “Me atrevería a decir – opina López – que Maquiavelo es un visionario pragmático, un pensador de nuestro tiempo, el más moderno de los escritores del Renacimiento, el precursor de la politología, sino su propio padre”. López reconoce que hasta bien entrado el siglo XIX con la aparición de “la interpretación materialista de la historia que arrojaba una nueva luz sobre algunas de sus aproximaciones al tema del Estado”, no comienza la recuperación de la importancia del florentino como pensador y figura de la historia.
El ex-presidente colombiano encuentra un paralelismo – yo diría más bien aproximación – en las concepciones sobre el Estado de Maquiavelo y de Juan Bodino (1530 - 1596). Para ambos el nuevo Estado reposa sobre el principio de la soberanía. A pesar de las divisiones internas que se convirtieron en guerras de religión, estaba la autoridad del Estado, resultado de la soberanía que ejercía sobre todo el territorio y la población, como un Derecho per se seguido de la necesidad de preservar el orden dentro de la sociedad. Para Bodino como para Maquiavelo la finalidad concreta del Estado es la de “solucionar por medio de la autoridad superior las diferencias entre los ciudadanos”, según López Michelsen, el florentino y el francés conciben el divorcio total entre la moral pública – la del Estado – y la moral privada – la del individuo – y diferencian el gobierno del ámbito religioso. Para Bodino – anota López – cuando habla de soberanía del Estado no pensaba en el gobierno representativo, sino que la definía como un hecho, producto de la necesidad.
López se inquieta por el motivo que decidió a Maquiavelo a publicar un libro tan escandaloso como El Príncipe, pero como anotamos arriba dicho libro sólo fue publicado 5 años después de su muerte, por ello sigue viva nuestra suposición que se trataba en realidad de consejos para el Borgia, un personaje terrible en más de una ocasión pero que Maquiavelo admiraba.
El ex-presidente se pregunta: “¿con qué criterio distinto al del éxito puede medirse la acción?” y contesta: “es que el éxito de la acción eclipsa lo censurable de los medios”. La política es acción y la acción se juzga históricamente por el éxito, afirma el autor de el “mandato claro”.
Como una prueba de la actualidad de Maquiavelo, anotamos algunas de sus fra-ses tomadas de su libro sobre la primera década de Tito Livio, que se asemeja a las de un autor contemporáneo cuando habla de la “seguridad democrática”: “Cuando se trata de la salvación de la patria hay que olvidarse de la justicia o de la injusticia, de la piedad o de la crueldad, de la alabanza o del oprobio y dejando de lado toda consideración ulterior, es necesario salvar la patria con gloria o con ignominia”.
Los colombianos hemos reflexionado sobre Maquiavelo por lo menos desde 1896 cuando el gramático y futuro presidente de Colombia, Marco Fidel Suárez, escribió su ensayo “Los maestros de Maquiavelo”. Termina la antología que comentamos con el prólogo del también ex–presidente de Colombia para la edición El príncipe de Áncora Editores en 1988 que hemos mencionado. Si agregamos el ensayo de Iván Duque Márquez publicado en 2007, completamos más de una centuria en que las ideas de Maquiavelo han sido como un hilo continuo, a veces oculto, del pensamiento político colombiano.
Termino recordando la siguiente anécdota: En los años de Maquiavelo, un comerciante florentino, en un día luminoso, sale a la terraza de su casa y exclama: “¡Gracias Señor os sean dadas, por haberme permitido vivir en esta ciudad y en este tiempo!”.
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