lunes, 1 de febrero de 2010

Pañuelo trágico

Por: José Arizala

Hay un momento en la vida de un gran escritor: cuando sube al podio de la Academia Sueca, donante del Premio Nobel. Es el instante inolvidable en que culmina una existencia de trabajo, esperanza, dolor y felicidad. Breves minutos que resumen una vida, una época, un sueño, un mensaje. El escritor ( a ) transcribe en pocos reglones el talento de muchos años. Esas palabras, que surgen más del corazón, que de la pluma o de la voz, nos hablan de un mundo particular, que se ha vuelto universal. Pensamientos al que todos queremos acercarnos para medir la profundidad del pozo o la extensión del horizonte, sombrío o pleno de luz.


El 7 de diciembre de 2009 le correspondió el turno al discurso de aceptación del esperado Nobel, a la escritora rumana-alemana Herta Müller, en Estokolmo. Es un texto inesperado, absolutamente original, con un título enigmático: “Cada palabra sabe algo sobre el círculo vicioso”. Tratemos de interpretarlo: cada palabra es distinta, nos dice algo nuevo, pero guarda un misterio, porque se refiere a lo que ocurre siempre, dibujando con la elipse un ojo ciego y por ello repetitivo. Un círculo que recorre un camino infinito para regresar al punto de partida, tal como el prisionero que marcha hacia adelante pero descubre luego que ese espacio no es otro que el patio de la cárcel. ¿La autora querrá decirnos que la existencia equivale a un encierro, es una casa sin puertas ni ventanas, aunque el huésped anhela el vuelo, la libertad?



"La parte más importante del discurso de la Nobel es cuando explica porque ella escribe. Sencillamente porque no podía hablar. Al escribir se sentía gozando de libertad".



La frase clave alrededor de la cual construye su testimonio es ¿TIENES UN PAÑUELO? Es la pregunta que todas las mañanas le hace su madre cuando la niña, la adolescente, la mujer trabajadora, se apresta a salir de su casa. Es dicha con ternura o indiferencia, pero la hija la escucha siempre porque sabe que es una manera de recibir el amor, el cuidado de su madre. Regresa al cuarto a recoger el pañuelo, más bien pequeño de bordes azul celeste, que apretará en sus manos o acariciará su rostro en alguna hora del día o de la tarde, cuando el clima o las circunstancias lo apremien : “El amor se disfraza de pregunta (…) como si en el pañuelo estuviera mi madre”.

Veinte años después Herta es traductora en una fábrica de maquinarias [en Rumania]. Al comienzo de la jornada se oye el himno a través de los altavoces. Al medio día se escucha el coro de los obreros. Almuerzan con las manos embadurnadas de aceite y la comida envuelta en papel periódico. Al tercer año de empleada comienza una verdadera tragedia. Un hombre forzudo, gigantesco, del Servicio Secreto está en su oficina y le clava los ojos azules centelleantes. Le exige convertirse en “colaboradora”. Pero ella rechaza firmar la carta que le ha puesto sobre su escritorio .Le dice que ella carece de ese “carácter”, es decir, que jamás será policía o denunciará a sus compañeros. El hombre se pone histérico, “rompió la hoja y tiró los trozos al suelo” . El oficial alaba “su inusual conocimiento del ser humano” e insiste, pero ella rechaza el elogio.

La traductora comienza a ser víctima del director de la fábrica y del presidente del sindicato. Es desalojada de su oficina sin previo aviso. Se ve obligada a despachar en una escalera entre el primero y el segundo piso. Todos los días extiende su pañuelo para sentarse y manipular los gruesos diccionarios. El pañuelo se convierte en el único lugar que todavía le une al empleo. Y para colmo comienzan a verla sus colegas como una “soplona”. Finalmente es despedida de la fábrica.

“El hijo de mi abuela se llama Metz”. En una escuela alemana de Tomizoara, maestros del Reich alemán lo convirtieron en un nazi fervoroso.”Ladraba consignas antisemitas”. El abuelo lo reprendió varias veces, pero le habían “ lavado el cerebro”. Durante la guerra quiso ir al frente de voluntario de las SS. Luego celebró la boda y apenas regresó al frente fue destrozado por una mina. En la foto “sobre el fondo negro, el paño blanco parece tan pequeño como un pañuelo de niño”.

El pañuelo se convierte, pues, en un elemento importante de la vida campesina. Incluso cruza las fronteras, “pasando entre montañas y estepas hasta adentrarse en un gigantesco imperio sembrado de campos de trabajos forzados”. Recuerda su conversación con Oskar Pastior, quien permaneció en uno de esos campos. Recibe de una madre soviética un pañuelo que guarda como una reliquia y que llevó a casa cinco años después, como símbolo de la esperanza y el miedo. No renunció a él porque, “cuando uno renuncia a la esperanza y al miedo, muere”.

La parte más importante del discurso de la Nobel es cuando explica porque ella escribe. Sencillamente porque no podía hablar. Al escribir se sentía gozando de libertad, “cuantas más palabras nos es permitido usar, tanto más libres somos”. Su oración termina con una nota de desesperanza: La naturalidad ya nunca regresa cuando la dictadura a uno se la ha robado por completo. “Ya nada es cierto y todo es verdad”. El círculo vicioso se ha cerrado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario