martes, 21 de septiembre de 2010

Consumir es vivir


Para el sociólogo francés Gilles Lipovetsky (París l944), quien visitó a Bogotá en la reciente 23 Feria del libro (agosto de 2010), la característica principal de la sociedad de la segunda mitad del siglo XX, es la de haberse convertido en una sociedad de consumo. Desde luego que él está pensando en las sociedades del capitalismo moderno, es decir, neoliberal. Evidentemente, después de 1945 se inició un desarrollo económico acelerado en casi todo el mundo y en especial en Europa y América del Norte. Fue favorecido por la necesidad de llenar los huecos dejados por la segunda Gran Guerra.

Simultáneamente surgían nuevas corrientes ideológicas y políticas, en su mayoría de izquierdas, alentadas por la derrota del nazismo y el triunfo de la Unión Soviética. Sin embargo, algunos intelectuales franceses no compartían esta admiración por los partidos obreros y por el marxismo, entre ellos, Lipovetsky. El auge capitalista de los años 70 y 80 mostraban un futuro promisorio donde muchos tendrían para comprar y regalar los millares de artículos que se ofrecían al mercado y que proporcionaban confort y placer. Al mismo tiempo las democracias liberales se extendían y consolidaban, lo que significaba mayor libertad para todos. También puestos de trabajo y salarios altos, de acuerdo con los postulados de los Estados-benefactores, que en buena parte dirigían los partidos socialdemócratas europeos.

"La sociedad neocapitalista parecía asegurar un futuro placentero y tranquilo, que había rebasado la frontera de la modernidad. Pero  conjuntamente con el consumismo se acentuó el individualismo, el aislamiento..."

El  pesimismo, pues, ya no tenía campo en esta sociedad hipermoderna, entusiasmada por las facilidades de un consumo cada vez mayor, hasta el punto de adquirir un ritmo frenético. Ahora se trabajaba para vivir y poder consumir, surgiendo en los individuos casi una segunda naturaleza compradora. Los almacenes se multiplicaron, adquirieron nuevas formas como los de grandes superficies y en su interior o al lado, los lugares de diversión y entretenimiento. Se suponía que el “valle de lágrimas” había quedado atrás. Producto  este boom de un avance descomunal de la ciencia y la tecnología. Desde luego, que nuestro sociólogo reconoce las incomodidades que se derivan de esta nueva etapa del capitalismo, la ansiedad, el vacio e incluso el tedio en vastos sectores de la población, sobre todo de las clases altas.

La sociedad neocapitalista parecía asegurar un futuro placentero y tranquilo, que había rebasado la frontera de la modernidad. Pero  conjuntamente con el consumismo se acentuó el individualismo, el aislamiento, se debilitaron las organizaciones sociales, entre ellas, los partidos políticos, los sindicatos, creció la inconformidad, los pobres no se conformaron con su estado y en algunas países se amotinaron e insubordinaron, principalmente los inmigrantes, las víctimas del desempleo creciente, de la xenofobia y de la exclusión.

Los grandes relatos, las ideologías y utopías, incluyendo las religiones, perdieron su supremacía. El futuro dejó de ser una esperanza, un lugar de refugio, de bienestar y paz. Perdió su poder mítico, al igual que la fe en el progreso. En las grandes ciudades aparecieron, en  el centro o en la periferia, enclaves de familias ricas, defendidas por equipos de vigilancia privada y por contraste, barriadas paupérrimas  donde florecen las mafias, las violencias y el crimen. El aumento de los suicidios es considerable. Las instituciones, los gobiernos dejan mucho que desear:

“Dado que se prolongan las esperas democráticas de justicia y bienestar, en nuestra época prosperan el desasosiego y el desengaño, la decepción y la angustia”.

Gilles Lipovetsky reconoce hoy que sus pronósticos sobre una sociedad futura, mejor, no se han cumplido, que no se avanza hacia una sociedad posmoderna, capaz de superar la pobreza, las dificultades en el ejercicio de las libertades y de un firme mejoramiento en el nivel de vida de la mayoría de la población, sino que la actual es la radicalización de la sociedad moderna que  existe desde el siglo XVIII, posterior a las grandes revoluciones de Norteamérica y Francia. Desde luego  considera que no todo es negativo: la libertad del individuo es mayor, la prosperidad y la abundancia han aportado reflexión sobre el derroche, el despilfarro y el desamparo de los más débiles. Nunca como hoy ha habido la claridad y la convicción en la defensa de los derechos humanos. Y el fenómeno de la mundialización acrecienta los intereses comunes de las naciones y los pueblos. Una buena síntesis de su pensamiento es el libro La sociedad de la decepción. (Anagrama,Barcelona,2008).

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