miércoles, 20 de octubre de 2010

Dublineses

  
James Joyce fue un escritor emblemático del siglo XX. Su novela Ulysses se considera una de las mejores del género. ¿Qué escritor no se ha referido a ella, a ese 16 de junio, el día en que transcurre ese grueso volumen en la mente de Leopold Bloom, en la ciudad de Dublín, capital de Irlanda y por ello, en ese momento, capital de Europa?

Pues bien, el escritor español Enrique Villa-Matas (1948), acaba de publicar su novela Dublinesca (Seis Barral, biblioteca breve, Barcelona. 2010). Se trata, desde luego, de un homenaje a Joyce, además de otros homenajes: a los escritores que fueron importantes, pero han perdido la inspiración literaria y sobre todo, al Libro, que está en vísperas de morir, a ese objeto sagrado que ha conservado la memoria del mundo.

Samuel Riba es un editor fracasado que ama su oficio con el alma. Como todo amor desgraciado, le produce ansiedad, algo de alegría y temores. Múltiples temores. El más grave, que su vida de editor se agota sin encontrar el escritor genial que haga recordar su firma más allá de su propia  existencia y la de los libros cuya muerte se acerca; reemplazados por los digitales en la imagen fugaz de una pantalla, donde los signos ortográficos se mezclan con la luz. Productos de un computador dominado por el dedo del cerebro humano.

“¿Hay mayor placer que el que ofrece la literatura? Dublinescas es un réquiem por el papel impreso, por la desaparición de autores que han dedicado sus vidas a compartir con otros sus emociones...”

En una noche de lluvia y quizá con algo de insomnio, Riba sueña con ir a Dublín, presiente que allí lo esperan para asistir en la catedral, a un réquiem por la cultura de la era de Gutenberg y por sí mismo y su bancarrota económica. Mas sigue orgulloso de haber transformando los originales en millares de libros, dispensadores de conocimientos y placeres ¿ Hay mayor placer que el que ofrece la literatura? Dublinescas es un réquiem por el papel impreso, por la desaparición de autores que han dedicado sus vidas a compartir con otros sus emociones; por  todo lo maravilloso que aportaron y que puede  desaparecer en el futuro, al naufragar los parágrafos y las letras en un mar de silencio.

Riba lamenta la tragedia que se avecina, también porque ha sido un lector empedernido, para quien los días y las noches no dan abasto a sus ansias de leerlo todo. Ahora pasa 6, 10, 12 horas seguidas sentado sobre un computador, (los españoles lo llaman el ordenador) leyendo artículos no buscados, jugando o descubriendo los secretos del resto del mundo que se asoman en las planas luminosas. Celia, su mujer, le ha dicho que quienes utilizan a menudo y por largos períodos el computador “van perdiendo la capacidad de hacer lecturas literarias a fondo”. Es decir, lo peor que podría ocurrirle, pues él no puede concebir su existencia sin el impulso y la visión que aporta lo literario.

Riba comprende a cabalidad la enorme tensión que existe entre la persona y la máquina que piensa, cómo esta avanza cada día hasta conducir al hombre a la soledad compartida. Pero no duda en utilizarla para contestar de manera anónima, la menor crítica de un bloguero o de un periodista, a alguno de los libros de su catálogo.

Una consecuencia de su derrota empresarial es la disminución de las invitaciones a reuniones sociales y culturales, que le permitían departir con los escritores consagrados y con  las promesas en flor, a diferencia de las épocas de prosperidad,  cuando publicaba nuevos títulos y en grandes tirajes. Las circunstancias lo llevan a sentirse más cercano a su pequeña familia: su esposa Celia y sus padres ancianos a quienes visita siempre todos los miércoles y de vez en cuando a un viejo amigo.

Barcelona sigue gustándole aunque quisiera vivir en Nueva York, para él el centro del mundo. Menos mal que las películas lo apasionan, porque le muestran con claridad la complejidad de la vida moderna y le permiten escuchar el mensaje secreto de los grandes directores de cine. Enrique Villa-Matas recuerda  unos versos de la poetisa uruguaya Idea Vilarino que, a pesar de su laconismo, expresan los instantes más importantes  de su vida:

                                      “Fue un momento
                                       Un momento
                                       En el centro del mundo”.

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