jueves, 17 de marzo de 2011

Monte Ararat

Partimos de la estación central de trenes de Moscú,  un día de verano de 1962. Nos esperaba un largo camino. Nos dirigíamos a Erevan, la capital de un país para nosotros desconocido, que ni siquiera podíamos imaginar, Armenia.

Atravesamos amplísimas estepas de la Rusia blanca y de Ucrania, donde  antaño las tropas  cosacas recorrían las tierras de los ríos  Don,  Volga y  Dniéper como en el Taras Bulba de Nicolái GógoL  o en El Don apacible de Mijáil Sholojov.  Recuerdo el paso por la ciudad heroica  de Stalingrado, que hoy lleva el nombre neutral de la Ciudad del Volga, donde se libró la mayor batalla de la Segunda Guerra Mundial. Bordeamos el Caspio, un mar encerrado que muere porque las olas pierden lentamente la batalla con la sal, ampliándose la extensión de las tierras. Llegamos al puerto de BaKú, capital de Azerbaiyán, donde divisamos hileras de torres metálicas extractoras de petróleo.

Fue el viaje en tren más largo de mi vida. Cuando llegamos a Erevan,  prácticamente había perdido la movilidad de las piernas. Sencillamente había olvidado caminar. Fueron dos noches y tres días continuos. Atravesamos las montañas del Cáucaso. Recodé el mito griego de Prometeo encadenado a las rocas del Cáucaso, castigo del Dios Zeus por haber entregado el fuego a los hombres. La única región de la URSS donde contemplé  paisajes propios de Colombia, las mismas montañas gigantes. Los trenes y los camiones se veían a lo lejos  reptando entre el intenso verde de las laderas.

Erevan está situada en la cumbre de una montaña. Los edificios  recubiertos con losas  arrancadas de canteras de color rojo quemado, logrando  la ciudad un tono extraño digno de una hecatombe olvidada. La población consume un agua cristalina y fresca, tan agradable, que se encuentran surtidores en diversos lugares públicos donde beben sus habitantes. Nos hospedamos en el Hotel Armenia. A la mañana siguiente de mi llegada, bajé a la recepción del Hotel y me encontré con un suceso inesperado.

Estaba allí un amigo colombiano, Marco Tulio Rodríguez. Fue tal la sorpresa de mi compatriota que le entró una risa nerviosa e inconscientemente  trató de apartarse de  de mí. Comprendí su ofuscación, pues, resultaba tan increíble  ese encuentro en un lugar tan lejano del mundo. Marco Tulio, quien ocuparía un alto cargo en el Ministerio de Comunicaciones de Colombia, era por entonces, también, una persona importante en los países socialistas del Este. Había sido elegido Secretario General de la Unión Internacional de Periodistas.

Otro hecho que me extrañó fue escuchar en la calle conversaciones en español. La mayoría eran jóvenes. Les pregunte dónde habían aprendido el idioma. Resultaron argentinos, cuyos padres habían emigrado al país suramericano y ahora sus hijos regresaban a la patria armenia, entusiasmados por las victorias de la Unión Soviética en la guerra  mundial y en la economía. Era ya la segunda potencia del mundo, con un sistema socialista que presagiaba nuevos y sucesivos triunfos.  El guía que nos acompañaba, miembro sin duda del partido comunista, nos propuso, entre otras iniciativas, visitar algunas iglesias y el Seminario donde se preparaban los futuros sacerdotes de la religión Católica Armenia. Su Papa era el Católicos. Otra sorpresa. Dialogamos con 28 jóvenes que estudiaban para el sacerdocio.

 Marco Tulio me invitó a conocer el lago Sevan. Es un espejo de aguas azules entre las montañas. En el centro hay un promontorio y en su cumbre las ruinas de una iglesia. El paisaje es bellísimo. Con razón se decía que allí estuvo el Paraíso Terrenal. El lago desagua por el río del mismo nombre. Para aprovechar la altura de la montaña, construyeron los armenios siete caídas de agua sucesivas. En cada una de ellas instalaron una central eléctrica.

La víspera de mi regreso subí a la terraza del hotel. En el firmamento millares de chispas de estrellas. A mis pies,  un área de la tierra iluminada. En la parte turca, la oscuridad plena de la noche. Al fondo, el macizo imponente de Ararat. Su cumbre es plana, donde podría aterrizar  una nave interplanetaria o encallar un barco lleno de seres vivos, capaz de esparcir las especies animales y vegetales por toda la Tierra.

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